Se dio cuenta
que sangraba y se puso el disfraz, mientras se asomaba el amanecer. Cuando
caminaba en la profundidad del bosque, sentía el sabor de la carne cruda
estancada en sus muelas. Sentía que la sangre le quemaba los labios y la
garganta. Entró a su casa de madera, agarró un cubo de agua y empezó a limpiar
la asquerosidad en su boca. Se acostó en la cama y sintió que su cuerpo se
hundía en un profundo sueño, como una piedra que se ahoga en el lago.
Escuchó los gritos de sus presas,
bebió su sangre, desgarró su carne y exclamó su libertad bajo la luna llena sin
el uso de la máscara. El hombre buscaba al dios de la sociedad, a ese que nadie
ve ni escucha, pero que siempre estaba allí. Sin embargo, la gente no sabía que
la bestia no andaba con colmillos y garras en las noches, sino que se vestía y
vivía como ellos.
Cuando cayó la noche, unos golpes en
la puerta lo despertaron de su sueño. Abrió la puerta y se encontró con unos
sacerdotes. Estaban con furia en los ojos y la palabra de Dios en su lengua. Le
interrogaron con sus miradas de cobra. El hombre, harto de decir mentiras,
rompió su máscara revelando su verdad. Los sacerdotes se habían quedado
congelados ante aquella mitad bestia y hombre, y fue lo último que vieron.
Orgulloso de no decir más mentiras, lanzó su melodía al cielo oscuro.
Un día, un amigo le preguntó quién había sido el desgraciado que inventó
la historia del hombre lobo.
--Fue alguien que quiso controlar
nuestra vida, la sed de justicia, la sagrada historia y nuestra segunda
identidad. Aún su linaje vive entre nosotros—respondió la bestia, pero
enmascarada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario