—¿Por qué no te paras?
—Entiendo que no tengo que pararme.
Sentí que mi tarde no podía ser peor. Esta tarde, mis
piernas no toleraban la caminata a mi humilde vivienda. Salía de servirles a
mis queridos Cliff y Ginny. Por ende, había decidido tomar un autobús para
descansar mi frágil y agotado cuerpo.
Era el primer día de diciembre y otra vez había tenido la
dicha de volverme a encontrar con Blake, el conductor de autobús inescrupuloso
que me había dejado bajo un diluvio hacía doce años por no seguir unas injustas
reglas que segregaban a unos de otros por su color.
¡Ah!, había caído en la boca del lobo, pero decidí pasar la
incomodidad por alto y tomar el asiento asignado para mí en la parte trasera.
Silenciosamente supliqué llegar sin inconvenientes a mi destino. Nos detuvimos
en distintas paradas y más butacas se ocuparon. De momento, algunos blancos se
quedaron de pie. Blake decidió cambiar el rótulo que indicaba nuestra área para
reducirla.
—¿Por qué no son amables y ceden su espacio?—se dirigió a
los pasajeros marginados.
—Cedan los asientos a ellos— clamó.
Tres de cuatro decidieron seguir la orden; yo decidí
cobijarme en la ventanilla y continuar con el viaje. De pronto, una pregunta se
sembró en mis oídos y mi respuesta floreció. La flor no rindió frutos y llegué
a ser confinada por la injusticia y la ignorancia.
Ay, Rosa,
¿en qué carajo te metiste? Dime, ¿qué vas a hacer?
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