Centro de Lectura y Redacción, Decanato de Educación General, Universidad del Turabo

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viernes, 22 de noviembre de 2013

Tres veces huérfano por Chayanne Mata Vega

La máquina que emitía ese extraño “bip” sonó diferente. Parecía el mismo sonido, aunque un tanto más alargado “biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip” el cual no parecía tener fin, hasta que el médico la apagó. Ese sonido avisó al mundo la llegada inesperada de un nuevo infante desamparado. Las autoridades gubernamentales se hicieron cargo de la situación y le dieron como hogar un orfanato. Un lugar que parecía sacado de una película de terror, ya que padecía de un gran deterioro por la falta de mantenimiento. Era una especie de castillo gótico, con poca iluminación interior, donde las ratas y otras plagas paseaban por los corredores “como Juan por su casa”, esquivando ágilmente las sustancias toxicas que les ponían para matarlas. El personal no hacía desaires a aquel ambiente. Los empleados eran arrogantes, de carácter volátil, siempre cargando caras largas; simplemente eran los verdugos de los huérfanos.
Allí crecía Alfonso, el niño que no tuvo dicha al nacer de una madre en agonía, y de un padre que murió durante las primeras semanas de su gestación por líos de faldas. Al parecer este pasado fue el que dio forma tenebrosa a su físico. Era pálido, muy delgado, de gran altura, tenía grandes ojeras, su cabello reflejaba un rojo intenso que parecía ser representación de su desgracia, y cargaba en todo su cuerpo millones de pecas. Sus costumbres eran muy raras: era el único niño en ese lugar que era vegetariano, le temía a las mariposas y se encerraba en la covacha del empleado de limpieza para hablar con su única amiga, Gabriela, lo que provocaba la burla de sus compañeros.
Gabriela había vivido en el orfanato mucho antes de que él llegara, al parecer para darle la bienvenida. Ella era un ser maravilloso, irradiaba paz, amor, y su lealtad no tenía límites, jamás traicionaría a alguien. Por eso Alfonso, que tan solo contaba con once años de edad, se sintió a salvo en su compañía. Este le contaba todo el sufrimiento que provocaba la ausencia de sus padres, mientras ella extendía sus brazos, recibiéndole en su pecho, mostrándole el gran cariño que le tenía. Los peores momentos de  Alfonso eran cuando los demás niños se mofaban de él, luego de hacerle bromas de mal gusto y de llamarlo por un sobrenombre que lo enfurecía y entristecía.
El niño viva un tormento día a día, y solo encontraba refugio en Gabriela. Una tarde en el comedor uno de sus compañeros le tiró un brócoli y le dijo “come eso que es lo que te gusta, animal”. Él se levantó de su mesa y salió corriendo despavorido a su cuarto. Mientras corría escuchaba esos gritos que lo llamaban por su horrible sobrenombre, y cada letra de este le retumbaba en la cabeza. Cuando llegó a su cuarto encontró que su cama estaba llena de mariposas que salían de las sábanas y su almohada. Nervioso y temblando, deseaba pensar en una solución al problema, sin tener que ocupar a uno de sus compañeros para que luego se burlara de su temor a esos animales. Recordó que en la covacha donde se veía con Gabriela guardaban los tóxicos para matar sabandijas, insectos y ratas. Fue en busca de ellos, vertió un poco de cada uno en un envase con algo de pan, que guardaba para momentos en los que no podía terminar su comida, lo roció sobre toda la cama, saturó toda la habitación y, el resto, lo guardó por si aparecían más mariposas al día siguiente. Ellas comieron, el niño hizo un movimiento brusco y las espantó para que muriesen lejos de allí.
Al día siguiente lo visitó al cuarto, “la bruja despiadada”. Así llamaban los niños a la Sra. Carrasquillo, directora del orfanato. Cuando esta llamó a la puerta antes de entrar, provocó terror en Alfonso, lo cual era de esperarse. Las visitas de esta señora siempre venían acompañadas de severos castigos. Gabriela prestaba atención a lo que sucedía desde al cuarto vecino. La bruja le reclamaba al joven por no haber comido todo lo que tenía en su plato, y por no ser la primera vez que lo hacía, le dijo que la acompañara al comedor, en el cual ya aguardaban todos los huérfanos para ser testigos. Cuando Alfonso entró al comedor vio que en el centro había una mesa y, sobre esta, se encontraba un gigantesco plato repleto de vegetales. La mujer le ordenó comerlo todo como castigo. El niño refutó el mandato y al ver que no tenía más opción, comenzó a comer. Se le dificultaba el tragar cada vez que le gritaban su sobrenombre, el cual aborrecía con todo su ser. Tuvo que escucharlo miles de veces, hasta que terminó de comer.
Ya sus oídos estaban cansados, su mente se limitaba a pensar en su desgracia, en la injusticia de la vida, en el gran dolor que provocaba la falta de amigos, de padre y de madre. Salió del comedor dando pasos de moribundo hasta llegar a su cuarto. Allí se encontró con la única amiga que le ofreció su miserable vida, su querida Gabriela. Le contó sus pesares y le dijo que escaparía a un lugar desconocido para ver si allá hallaba lo que tanto anhelaba, sentirse amado y acompañado. El niño buscó los tóxicos para matar mariposas y los bebió hasta que no quedó gota. Le dio la despedida a su querida Gabriela, quien no fue más que la soledad que le brindó refugio. Segundos después se le paralizó el corazón y murió. Yacía su cuerpo en la cama con los ojos abiertos.
Al cabo de varias horas un niño se dirigió al cuarto y al abrir la puerta se encontró con la triste mirada de la jirafa… el sobrenombre con que rociaban a Alfonso. 



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¿Qué pasó? por Amanda D. Muñiz Javier

…Llego a mi casa después de un largo día, me reciben con un grito de desesperación. De las peores noticias, la más pesada. De esas que sientan como un puño en la boca de tu estómago. Se suicidó, aprovechando que no había nadie con ella. No se podía dejar sola, ni un segundo, y se lo dije a su enfermera.
¿Ahora cómo contarle? ¿Cómo decirle? Abro la puerta y me cruzo con la triste mirada de la jirafa, del mono, de todos sus peluches. Al levantar los ojos del suelo, la veo. Con simplemente verla, puedo sentir las tristezas, las peleas, escuchar los gritos, sentir las lágrimas sobre mis mejillas, que muchas veces ella sintió. Los ojos no eran más que el reflejo de su propia impotencia. Tragaba amargo con solo saber que podía hacer algo para que esto no pasara.
            La conocía desde siempre, sabía sus secretos más íntimos, corríamos el mismo mar de una familia imperfecta. No obstante, jamás pensé que llegara al grado de la muerte. Siempre se veía tan feliz, tan llena de emoción. Tristeza es un adjetivo corto para describir la grave magnitud de esta situación. Quedaba entonces, decirle a mi familia lo que ha pasado. Ver a su familia, después de tanto tiempo, sería difícil.
            Quise mirarla, mirarla bien y fue un error. Su cuerpo todavía expuesto, sucio, se veía débil, pálido, frío, pero igual más tranquilo y más en paz que nunca. Era la sensación más rara del mundo, como si ella estuviera a mi lado en esos instantes. Como si la pudiera escuchar saludándome, con una sonrisa hermosa al verme. Nunca pensé que algo así pasara, siempre pensé que algún día iría a la boda, quería verla casándose con el hombre que amara.
            Ahora, ya que soy yo la única que vivo cerca, tendré que avisarle a la familia de lo ocurrido. Escuchar la voz de su mamá, la cual no he escuchado hace muchos años, solo para darle mi más sentido pésame. Tendré que escuchar su voz mientras me pregunta llorando qué pasó. Luego, la de su esposo y su hijo más joven. Escuchar el gemido de esas tres almas. Pensar que desde hace tanto no nos dirigimos la palabra, y hoy tener que llamarlos para darles esta noticia.
            Al llamar reconozco instantáneamente la voz de su madre, el susurro bajito de la pronunciación de la s mientras pregunta:
—¿Cómo estás?
—Bien y ¿usted?
—Bien, gracias a Dios, y ¿a qué le debo esta inesperada llamada?
—¿Me podría encontrar con usted? Tengo algo que decirle y quiero que sea lo más pronto posible. 
—Sí, es más, ahorita mismo.
            Y así fue, nuestra última conversación. Cuando me levanté me vi en el suelo, ojos cerrados, débil, pálida, fría, más tranquila, más en paz que nunca y el teléfono a mi lado izquierdo…
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Blanco por Paola A. López Alvarado

Despierto arropado en el frío blanco de las paredes por donde se cuela el murmullo de voces provenientes del exterior que alimenta mi deseo de libertad. Una libertad que no recuerdo haber poseído. ¿Cuánto llevo aquí? Olvidé la frenética cuenta de mi estadía hace algún tiempo. La Jirafa, mi vecina, era la única que aún seguía la cuenta. Se ganó este apodo gracias a sus largas extremidades, la necedad de su silencio y la necesidad de llamarla de algún modo.  Su vocabulario solo se limita a risitas o gruñidos ocasionales que aprendí a distinguir con precisión.
            Escucho el movimiento común en el pasillo que indica la hora de comida, mi única oportunidad de escapar, pero a diario el hambre le gana a mis anhelos de libertad. Con un letárgico paso todos se dirigen hacia el comedor. Me detengo por unos segundos ante la puerta, volviendo a contemplar la idea de huir.  ¿Por qué no? Si todas las personas aquí encerradas están lo suficiente enfermas como para reparar en esa idea. ¿Quién sospecharía de mí, otro loco más? Nadie. Lo único que me detiene en ese momento es el hambre y la incapacidad abandonar a mi compañera. Cuando abro la puerta, me encuentro con la triste mirada de La Jirafa, quien con ansias espera que la acompañe.
Le hablo sobre mis planes; con una sonrisa me da a entender que comprende. Al guardar los cubiertos entre su ropa, me dice que desea acompañarme. Con un lento movimiento agarro el pequeño vaso plástico con agua, lo levantó invitando a un brindis; ella me imita:
—¡Por nuestra libertad! —grito por ambos.
Una pareja de enfermeros se nos acercan con una sonrisa. Se acercaba el momento de volver a mi encierro, por ello su sonrisa tan amplia. Mientras cada paciente esté en su habitación, menos trabajo. 
El primer hombre obliga a mi amiga a ponerse en pie desconociendo que esta se encuentra lista para atacar. Armada por un tenedor arremete contra el hombre que la triplica en peso. Repetidas veces veo cómo La Jirafa clava el tenedor en el cuello del hombre que, a pesar de su tamaño, queda indefenso ante la vesania de una paciente. Varios enfermeros se abalanzan sobre mi amiga con el fin de defender a su compañero. Yo me limito a observar como la demencia se apodera del comedor.
Corre, es la oportunidad perfecta, me dice alguna voz proveniente de mi mente.
Es la última idea clara antes de besar el suelo ante el descomunal peso de alguno de los enfermeros que arremete contra mí sin razón alguna. ¿Qué le pasa a este hombre?
—¡Suelte el tenedor! —grita el hombre.
Hasta ese momento no había sentido el frío objeto de metal en mi mano. Con el mismo me defiendo y logro liberarme, pero antes de llegar a la puerta, un grupo de enfermeros me pega a la pared. Siento una breve punzada en el cuello antes de que el mundo decida apagar sus luces y caiga en el frío suelo de aquella habitación que me encierra.

* * * *

Desperté en la misma blanca habitación, con el mismo deseo de libertad... obsesivo. ¿Cuánto tiempo llevo encerrado aquí? No lo sé. Hace mucho dejé en el olvido la frenética cuenta de mi estadía.
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Sumisión por Alexander Ortega Padilla


              Ahí estás otra vez, llorando en el mismo borde de ese puente. Llevas la vida cargada sobre tus hombros y te pesa, sé que te pesa. Sigues poniendo tus quejas en las cajas de sugerencias de la gente que dice amarte, solamente para ver cómo vacían esas cajas diariamente en el vertedero de tu paciencia. Haces cita con las alegrías que podría tener un corazón rapaz e infantil como el tuyo, que se saltó algunos turnos en la fila de la madurez, pero tu inconmensurable ingenuidad solo te deja ver el espejismo de una sonrisa que te pegaste al rostro con cinta adhesiva.
              Vives en la primera muerte que besa en los labios al júbilo, solamente cuando piensas en el amor tan grande que les tienes a esos huevos que incubaste con tan apasionada dedicación, sin importar que tus deseos y añoranzas sigan siempre en la sala de espera de ese hospital tan concurrido. Obedeciste las voces que te decían: «No juegues, cocina», «No salgas ahora, recoge», «No vayas todavía, quédate», «No rías, preocúpate siempre». Sin embargo, hoy se te hace difícil obedecer la mía que solo quiero te sientas mejor, o que no sientas nada, que en todo caso, sigue siendo mejor que sentirse mal. Hoy escúchame a mí… solo a mí, no lo pienses un segundo más, da dos pasos y bésame la boca.
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Figuras de piedra por Carlos E. Acevedo Rivera

Aún comenzaban a salir los primeros rayos de sol. Tea se preparaba para encender los leños en el pequeño horno de barro y cal. Se dio cuenta que las hormigas no habían venido durante la noche a llevarse las migajas de harina y pan duro del día anterior. No le molestó su ausencia, pues siempre pensó que las hormigas eran animales agobiantes. En cambio, mientras se disponía a recoger las posturas de las gallinas, notó que estas también habían desparecido. Sintió un cosquilleo en su estómago y se obligó a creer que era el hambre. Había sido un año sin sequía, de abundante cosecha, sin sangrientas guerras, y no quería tan siquiera pensar que los dioses castigaban su familia. La vaca al estar bien atada seguía allí, pero mugía sin cesar con un mugido sufrido y ronco como si la torturaran. Tea llamó a su marido Demetrio para que echara un ojo al desconcertado animal. Demetrio se acercó y soltó las ataduras de la bestia enloquecida para que no se ahorcara. La vaca trastornada brincó la cerca del corral, luego corrió hasta que desapareció en la lejanía.
Al ver a la bestia desbocada alejarse en la llanura, Tea sintió como si le echaran un hilo de agua helada por los huesos de la nuca que bajaba por toda su espalda, al tiempo que la hacía estremecer del escalofrío. Quiso correr y alejarse de allí pero, en lugar de seguir a la bestia despavorida, ignoró aquel presentimiento que habría salvado su vida y enterró los pies en el lodo. Los enterró tanto que sus sandalias se hundieron y tuvo que quitárselas para sacar los pies. No iba a dejar que sus supersticiones de pitonisa romana la ahuyentaran. Después de todo, había sido muy feliz allí. Demetrio, en cambio, no notó nada. Él solo tenía en su mente que debía ir a cazar esa mañana pues ya no quedaba carne y supuso que, si la vaca no regresaba, tendría que comprar otra. Era un hombre muy dedicado a su familia, sereno y metódico, de ascendencia patriciana y miembro del ejército romano.
            Era un día como cualquier otro. Filipo, el pequeño hijo de Tea y Demetrio, jugaba en los campos vecinos con los demás niños. El aire era muy pesado esa mañana. Tenía un olor a azufre como si la tierra expidiera gases desde lo profundo del infierno que, con el calor del sol de agosto, hacían casi imposible respirar. Los niños extenuados regresaban a casa más temprano de lo normal, quejándose de que les ardían los ojos y la boca les sabía a cebolla. Esto le resultó tan inusual a Tea que ya no pudo ignorar el presagio que les auguraba. Se dispuso ir al pozo a buscar agua y de una vez pasar por el templo de Venus y ofrendarle para que protegiera a su familia. Ya era casi medio día y Demetrio no regresaba aun; asumió que regresaría pronto. Tea tomó el cántaro y unas monedas, partió hacia el pozo a buscar agua y luego hacia el templo como había planeado.
            En la tarde, mientras Tea llegaba a casa con el cántaro de agua, Demetrio llegó de cazar con las manos vacías lo cual a él le resultó preocupante pues nunca antes le había sucedido. El calor y la peste se hicieron prácticamente insoportables. Una leve euforia comenzó a apoderarse de todos al tiempo que casi no podían respirar. Tea en su instinto de madre buscaba a Filipo desesperada, ya que no lo había visto en los alrededores de la casa cuando regresó. Avisó a su marido, quien al instante comenzó a ayudarla en la búsqueda del pequeño. Buscaron por toda la casa, en el patio, salieron por toda la villa hasta el pozo; no estaba allí. Corrieron juntos al coliseo, al anfiteatro dónde guardaban los animales exóticos del circo. Filipo disfrutaba de ir a ver a aquellos grandes animales. Al abrir la puerta, solo encontraron la mirada triste de una jirafa desnutrida que yacía en una jaula junto a leones, tigres, hienas, jabalíes y avestruces, pero ni rastro del pequeño.
            Mientras se disponían a regresar a casa, Demetrio divisó al niño en la orilla del río. Estaba perplejo, como si mirara algo que sus ojos no se suponía que vieran. Cuando se percató de la agonía de Tea, el niño le preguntó:
—Madre, ¿lloras porque Vulcano nos castigará?
            Tea con un gesto de confusión y terror en su cara le preguntó:
—¿Por qué dices eso?
El niño lentamente alzó su brazo y con su dedito pulgar señaló hacia el pico del monte. Demetrio solo alcanzó a subir la mirada para darse cuenta que Vulcano muy molesto salía de la cima de la montaña, la roca fundida emanaba desde el tope y bajaba por las laderas como aguas bravas en un río crecido. Demetrio solo alcanzó a decir:
—¡Oh, Júpiter, ten piedad de mi familia! —clamando a su dios supremo para que detuviera a su yerno Vulcano.
De repente un fuerte temblor y una explosión. Una nube de ceniza y fuego comenzó a bajar por la falda del monte Vesubio. Todos en la ciudad corrían y gritaban menos ellos. Sabían que era tarde, ya no había nada que hacer. Se abrazaron, besaron y amaron con tanta intensidad ese último segundo, un segundo eterno, doloroso y con tanta hermosura, que para cuando todo pasó todavía ellos estaban allí besándose, abrazándose, amándose para siempre convertidos en piedra.



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El gran tesoro por Carlos Fabián Hernández García

Pueblo que se respete debe tener su casa de citas,  les decía el padre Vicente a las beatas que lo  abordaban en la calle para ponerle una queja nueva, sobre  los últimos desórdenes  ocurridos en el único prostíbulo del municipio. Continuaba el padre su  particular  teoría sobre el prostíbulo y les decía a todas  las beatas preocupadas:
—Miren, hagan la cuenta y verán que a más putas menos niñas preñadas —ante el asombro de  las espectadoras.
Él les daba la bendición y continuaba su camino por las  calles  polvorientas de aquel  pueblo  olvidado en el mapa, que lo único que producía era calor y chismes, al que había ido a parar por orden del señor obispo que consideró el lugar como buen castigo para aquel impetuoso y renovador cura español de ideas un poco raras y, en muchos casos, contrarias a  las de las autoridades  eclesiásticas.
Según  el padre Vicente, todos eran iguales ante Dios por lo que los visitaba y saludaba  con el mismo respeto y  devoción sin importar su condición social, raza o color de piel, algo que para comienzos del siglo XX  no era muy bien visto por ciertas clases sociales y la alta  jerarquía eclesiástica.  A  él, como buen catalán,  le valía un soberano  pepino.
Para  la época en que tienen ocurrencia  los hechos de esta historia, las autoridades principales del poblado estaban representadas por el cura párroco, o sea, el padre Vicente y el señor alcalde don  Zenón Castro Poveda, viejo severo y estricto de costumbres muy conservadoras y un tanto duro  cuando se trataba de hacer cumplir las leyes.
Estas dos autoridades no eran muy afines entre sí, por lo que la guerra  estuvo  casada  desde el primer día en que el sacerdote arribó al pueblo cuando, en medio de la celebración por su  llegada, el alcalde le dio una orden al cura y le dijo de manera perentoria:
—Espero, Padre, que no me vaya a  dejar llenar de campesinos sucios la iglesia en la misa principal  de las diez de la mañana  del domingo  —a la cual  él  asistía  religiosamente.
Ante semejante orden el padre Vicente le salió con una de sus frases de las cuales el pueblo se iría acostumbrando poco a poco. —Vea alcalde— le dijo el cura —Usted mande en su pueblo que en la casa de Dios, mandamos Él y yo.  Por lo tanto a nuestra casa entran todos los que quieran el día y a la hora que se les de su regalada gana.
Así las cosas y con estos  personajes al mando de  ese olvidado pueblo, se podrán imaginar que la comidilla diaria eran los desaires, insultos y ofensas que los dos se hacían mutuamente. Al no pasar nada raro o extraordinario, bueno  era para el morbo  popular las peleas entre el alcalde y el cura.
Hasta que un día la tranquilidad del pueblo se rompió  con la noticia que  habían encontrado un gran tesoro  en una cueva  y que, al parecer,  estaba a punto de arribar al poblado el viejo Raimundo  Casas, el campesino  y curandero  que  lo había hallado.
El chisme del hallazgo del tesoro  había llegado a la plaza de mercado en la madrugada. Ya para el desayuno la mina estaba  produciendo unas cuantas libras del preciado mineral; para la hora del almuerzo, se podría especular en la cantidad de toneladas  de oro que la mina estaría generando; para la  tarde,  todo el pueblo ya tenía claro que la cantidad de oro era ilimitada y  don  Raimundo Casas era el hombre más rico del país.
            Para esas horas todos en el pueblo ya habían escarbado en su árbol genealógico. Confidencialmente y por providencia divina, eran parientes cercanos la mayoría y lejanos unos pocos del nuevo multimillonario que honraría  al pueblo con su  visita.
Los preparativos  para recibir al nuevo multimillonario, casi pariente de todos en el pueblo, no se hicieron esperar. La alcaldía preparaba  un acto especial,  donde en ceremonia muy solemne  y ante las autoridades civiles no eclesiásticas por razones de todos conocidas,  rezaba el decreto de honores. Se declararía personaje ilustrísimo a DON RAIMUNDO CASAS,  hijo  y ciudadano de bien del municipio.
Don Zenón Castro Poveda preparaba el discurso que pronunciaría como primera autoridad, en el cual no solo resaltaba la ilustre cuna de don Raimundo y su noble procedencia que se presumía de origen Real, además y como parte final del escrito,  el alcalde hacía una lista de las necesidades más urgentes que exigían inmediata atención por parte del nuevo millonario y que para su incalculable fortuna no sería un problema  poder  remediar lo antes posible.  Dentro de la lista estaban en primer orden: la construcción  y dotación de un nuevo palacio municipal que  sería sede de la alcaldía, la construcción y amoblado de una casa que serviría para que en ella viviera  la autoridad  más importante  del pueblo, o sea, el alcalde, un carro último modelo para uso exclusivo de la primera  autoridad civil  del pueblo (que es el alcalde), entre otras. La lista continuaba  de manera tal  que su similitud con la que hacen los niños a los Reyes Magos era  casi idéntica, solo que esta la recibiría  un solo rey.
            Entretanto, el padre Vicente observaba todo el revolú que se había armado por la próxima llegada del nuevo “multimillonario” al pueblo mientras se repetía a sí mismo:
Gracias señor Dios por esta oportunidad. Tú sabes que yo no la pedí, pero que la recibo con mucha alegría, solo para que sirva de ejemplo a muchos  en este pueblo  pero a uno en especial.
A medida que avanzaba la tarde y llegaba la noche los preparativos  seguían a pasos agigantados. Que si la tarima, que si la banda municipal, que si el desfile, que si la lista de invitados especiales, que si invitaban al cura, a lo que el alcalde se opuso tajantemente en el comité organizador creado  para tan magno evento.
Hacia las ocho de la noche se recibió la noticia que el ilustre visitante  no llegaría esa noche, que seguramente estaría arribando al siguiente día para asistir a la misa de diez de la mañana del  domingo. Inmediatamente todos en el pueblo excusaron al visitante y argumentaron  que de pronto  los caminos estaban malos y por eso no se arriesgó a transitarlos de noche, pero lo que más alabaron fue su devoción a la fe católica al programar su visita primero que todo a la misa de domingo como hace todo buen cristiano.
Los preparativos continuaron toda la noche. Para las diez  de la mañana del domingo, toda la gente del pueblo estaba vestida con sus mejores galas y la pequeña  iglesia  a reventar. Las primeras bancas fueron reservadas por la alcaldía  para las personalidades ilustres y sus familias, aunque para ese momento todos eran parientes de don Raimundo Casas y por lo tanto también se consideraban personas ilustres. Por primera vez el cura no intervino en los caprichos del alcalde y permitió que las primeras bancas de la iglesia fueran ocupadas por los invitados ilustres.
A las diez en punto sonaron las campanas de la iglesia para dar inicio a la misa. El padre Vicente se paró en el altar,  pidió silencio a la gran multitud  cuya presencia era inusual en la misa del  domingo  y les dijo:
—Por favor, den paso al novio que contraerá matrimonio en el día de hoy,  mi amigo Raimundo Casas.
Ante el asombro de todos los presentes entró a la iglesia el campesino curandero vestido  con su habitual ropa blanca,  un poco vieja, pero muy bien lavada y planchada  para la ocasión. El padre lo recibió en el altar  con un abrazo  y le dijo que se sentara en una silla que estaba junto a otra vacía que esperaba a  ser ocupada por la radiante novia.
El cura  que no dejaba de mirar la cara de asombro del alcalde y sus invitados ilustres, los cuales permanecían mudos, mientras mentalmente daba gracias a su Dios por propiciarle un golpe certero al ego y la soberbia  de su enemigo el alcalde  Zenón y sus amigos. Pronunció con voz alta y firme  las siguientes palabras:
—Ahora invitaré al altar a la novia, quien es el gran tesoro que mi amigo Raimundo encontró en la vida. 
Para dar curso a la ceremonia, el cura se dirigió a la oficina de la sacristía ubicada  junto  al altar, donde esperaba  impaciente  la novia. Cuando abrió la puerta, se encontró la triste mirada de la Jirafa,  sobrenombre  con el  que llamaban a la alta, esbelta y exuberante morena de caderas firmes, cuerpo de palmera, piel suave  como la brisa  y  cara tan hermosa como  angelical, la cual era  adornada con unos ojazos verdes y era regente del único prostíbulo del pueblo llamado “La Cueva”.
            Era la prostituta más conocida y versada en el arte del amor de la cual se había enamorado perdidamente  el viejo Raimundo Casas, quien la llamaba su gran tesoro  hallado  en una cueva.
            En un  acto de  valentía y amor, el viejo le había pedido matrimonio y ella, ante semejante propuesta hecha de corazón  por este viejo, que lo único que tenía era una mula y un ranchito en las montañas, le había contestado con un ardiente, amoroso y caluroso —Sí, acepto.
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El efecto géminis por Rodolfo Calderón Bonilla

En la entrada de un complejo de la ciudad dos mujeres jóvenes salen de un coche amarillo. A una de ellas se le hace casi imposible salir del mismo; la otra, joven, aún consciente a su entorno intenta ayudarla. Aquella levanta sus manos en un gesto de no necesitar ayuda e intenta caminar en dirección al complejo. Pero cae, en llanto, y sube al elevador, recostándose del mismo. La más joven, se marcha hacia la derecha, cuando un hombre parado en la entrada se le acerca por detrás.
Era temprano en la madrugada, el sol aún no había subido. Se escuchaba el zumbido de los autos y la ciudad resplandecía con otras luces.

****

            Para Mildred había sido una semana llena de consecuentes malas noticias. Su pareja de cinco años había decidido terminar la relación luego de una extensa conversación telefónica hacía dos días. Él se había mudado a los Estados Unidos en busca de un mejor empleo, tal vez la mejor excusa para cortar cualquier vínculo. Aquella noche, Mildred, había decidido ir a tomar unos tragos para deshacer sus quejas e intentar olvidar.  Raquel, su amiga  la había encontrado en aquella barra en medio de todo un escándalo  que ella misma armara con su errático proceder. Un buen amigo de ambas  quien trabajaba allí, preocupado, llamó a Raquel por quien tenía más respeto, antes de avisar a la policía para que se hiciera cargo.
            Al llegar al complejo del edificio residencial, Mildred, retumbando entre pared y pared del pasillo intentaba entrar por sí misma a su apartamento con sus zapatillas en mano.  Casi inconsciente, se desplomó sobre su sofá del cual rodó y cayó de pecho al suelo. Allí cerró los ojos, sin alcanzar llegar a su cuarto.
—¡Ester! Toma este té.
—¿Qué hago ahora Aurora, no tengo a dónde ir? —le suplica Aurora, abrazándola fuertemente.
—Nadie me cree… ni aun mamá —recostándose sobre Aurora quien se había sentado junto a ella en un pequeño balcón en su casa.
Las voces se desvanecían paulatinamente en su mente mientras Mildred abría sus ojos. Algo asustada,  recobró fuerzas para levantarse y mirar su reloj de pared. Marcaba las cinco de la mañana.  Procedió a entrar su cuarto con marcha lenta. Abrió el ropero y,  en una caja pequeña blanca, encontró una foto que mostraba dos jóvenes sonrientes sentadas sobre un auto antiguo  con piernas cruzadas. Una de ellas tenía ondas de cabello negro y un traje blanco de falda ancha y mangas que le llegaban justo debajo de los hombros y la otra lucía un traje elegante negro sin mangas con falda ajustada al cuerpo, su cabello claro amarado hacia tras, ambos  trajes entallados de cintura y elegantes.  Una aguantaba lo que parecía un cigarrillo. Mildred volteó la fotografía y pasó su dedo sobre el escrito: Ester y Aurora, 1995. La colocó nuevamente en la caja con profunda tristeza.
Comenzaba a asomarse el sol al horizonte y tenues rayos de luz se filtraban por la ventana de la habitación. Mildred se había dormido cuando apareció Raquel con dos cafés en mano. Vestía la misma ropa de la noche anterior. Mildred, levantó su mirada algo sorprendida.
—¿Cómo lograste entrar? —tapándose el rostro con una almohada.
—¿Acaso crees que el guardia de seguridad del edificio no me conoce después de haber venido aquí por espacio de dos años? — dijo con un tanto de humor al darle el café.
Mildred miró por encima de la almohada,  tomó el vaso y observó su nombre en él y comprobó, mientras se daba un sorbo, que el de Raquel también tenía la inscripción de su respectivo nombre. En silencio, recordó la foto de su abuela Ester y su amiga Aurora y las voces de ellas. Sonrió.

****

Ahora Mildred, ya con su pelo gris, suelto, que le cubría los desgastados ojos café al  soplar del viento,  miraba hacia un florero de cristal con flores viejas. Se dobló lentamente, puso su mano sobre una placa de mármol, removió las flores muertas y colocó unas azucenas frescas como acostumbraba todos los veinte de junio.  Sacó entonces una gastada fotografía de dos muchachas jóvenes en una playa dando sus espaldas a la cámara dirigiendo su vista hacia un amanecer la cual decía: “Una sola rosa puede ser mi jardín…una sola amiga, mi mundo”. Leo Buscaglia.
Se levantó, sonrió, volteó lentamente, y caminó hacia el oeste sobre aquel extenso terreno de grama verde.
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La puerta por Pamela Vásquez Roldán

El mundo, en el año 2030 ya no era como lo veíamos en las fotografías que habíamos conocido. La tierra estaba desierta ya no había árboles, los humanos estaban casi extintos, la mitad de los animales muertos y los otros utilizados para la milicia. Los seres humanos habían dañado todo con la tercera guerra mundial al utilizar armas nucleares. A causa de eso, los cuerpos de agua se habían secado o estaban contaminados. También, habían utilizado a los animales como armas. Les habían introducido una especie de “chip” para controlarlos. Esto último acabó con todo; las armas biológicas eran para acabar con los soldados, pero terminaron afectando a la ciudadanía. Todo se había salido de control cuando Corea del Norte había unido fuerzas con Estados Unidos. Rusia había creado un virus más fuerte que, al momento del contagio, se apoderaba del sistema nervioso y lo hacía trizas haciendo que la persona no tuviera ningún control de sus acciones.
Esto es todo lo que había visto en mi juventud. Jamás pensé que al cumplir dieciocho años iba a quedar tan solo. Mi padre había muerto, ya que él era sargento en la milicia y estaba activo en la guerra, pero no sabía de qué forma. Mi madre, al recibir la noticia de la muerte de su esposo, quedó estupefacta. Me dejó solo con mi hermana de trece años llamada Camil. Lo único que sabemos es que un día salió por la puerta, no sabemos si murió o se contagió. Lo único que sabemos es que  simplemente desapareció. Mi padre siempre me habló de esta especie de apocalipsis. Me decía «Alexander tú vas a ser el hombre de la casa si algún día me sucede algo; todo lo que vas a necesitar estará en el cuarto de provisiones». Era raro ver a alguien unas semanas atrás y después saber que nunca lo ibas a volver a ver, que simplemente su alma había salido y su cuerpo había quedado vacío.
Camil, estaba devastada por todo lo sucedido, ya que habíamos quedado solos en las casa. Veíamos desde la ventana empañada medio escondidos a los animales militares comiéndose los cuerpos tirados en la calle. Los pocos sobrevivientes estaban escondidos o habían hallado la manera de llegar a la reserva. Estados Unidos, esta gran nación, no era ni la cuarta parte de lo que era antes. Aquí no quedaba nada, debía de ingeniármelas con mi hermana para llegar vivo a la reserva en Arizona que era nuestra única posibilidad de supervivencia.
Entré al cuarto de provisiones. Había alimento no perecedero como para tres semanas, agua y un “kit” de primeros auxilios. Si todo se usaba con cautela, pensaba que se podía extender su uso. Además tenía: una caseta, cuerda, sábanas, un arma de fuego y una cuchilla; mi padre me había enseñado a usar el arma y a comprender que solo debía usarla en caso de emergencia ya que no era un juguete.
Poseíamos un jeep Rangler color negro que mi padre le había  regalado a mi madre de cumpleaños. Empecé a subir todo y Camil a traer las maletas con ropa. Me había contactado ayer el comandante Roger, compañero militar de mi padre. Roger, había sido el que me había dado la valentía y las instrucciones de salir a las 4:00 a.m. ya que a esa hora todo estaba más llevadero.    Él no podía venir a buscarnos desde Arizona porque la milicia estaba muy ocupada combatiendo con sus propios demonios. El jeep tenía el tanque lleno y otro tanque medio lleno. Tenía la esperanza de que esto nos diera para llegar a la reserva. Salimos de nuestra urbanización y seguí las rutas que mi padre había marcado para nosotros en caso de emergencia. Mientras iba manejando, mi hermana y yo platicábamos sobre qué le habría sucedido a mamá. Ella solo nos había dicho «No me busquen, cuídense, los amo» y se despidió con un beso tibio y un fuerte abrazo.
Llevábamos cinco días en el jeep haciéndolo todo: comiendo, durmiendo y haciendo pequeñas paradas para hacer nuestras necesidades. Fue duro tener que atropellar a personas que se habían tirado contra nuestro parabrisas para asaltarnos y algo aún más duro defendernos de animales que habían querido comernos. Era fuerte.
El comandante Roger se había comunicado con nosotros a través de la radio para preguntarnos nuestra localización. Yo le había dicho que todavía estábamos lejos porque habíamos tenido diferentes percances. El contactarnos no había sido tan solo para saber nuestra localización. Había sido también para avisarnos sobre un helicóptero de Rusia que estaba rociando el virus por aire así que nos había recomendado que, cuando bajáramos, usáramos unas mascarillas que estaban en el “kit” y que le pusiéramos una cobertura al ventilador del automóvil. Roger, en un momento me había hablado como mi padre diciéndome «Esto es un mundo fuerte y utiliza las armas con sabiduría, no son un juguete».
Mientras estaba conduciendo  encontré una farmacia que se veía en buen estado pero en la que se encontraba un hombre sospechoso. Le dije a Camil «Quédate vigilando el auto en lo que me bajo aquí para revisar si encuentro más provisiones o algo que nos pueda servir». En lo que yo seguía recogiendo medicamentos, entre otras cosas, en la farmacia noté que mi hermana estaba hablando con el hombre. Rápido pensé: Este hombre lo que quiere es asaltarnos. Salí corriendo y él se me presentó y me dijo «Solo busco un alma buena que me ayude ya que me he quedado estancado aquí, estoy cansado y tengo hambre». Mi hermana enseguida le dio alimento y agua. Siempre lo había dicho, mi madre había criado a mi hermana muy sensible y  demasiado de inocente, diría yo.
Mi hermana se había ido por un lado para poder hacer sus necesidades mientras yo me quedé con el hombre que se presentó como Bruce Conner. Tendría sus veintisiete o veintiocho años. Se veía bastante serio. Me contaba sobre su trabajo aburrido como abogado y cómo se olvidaba de todo eso cuando se iba de aventuras por los bosques, viajaba a diferentes países como India o África o cuando se iba por el mar.
Durante la charla dejé de escuchar a mi hermana. De pronto escuché unos gritos «¡Alexander! ¡Auxilio!». Salí corriendo. Bruce brincó con un arco y flecha. Traté de seguir su voz pero no lograba encontrarla ya que se había ido para un área verde bastante densa. De momento, también dejé de ver a Bruce. Cuando escuché otra vez a mi hermana gritar, pude encontrar su localización. Había un oso tratando de comérsela. Era un grizzly de la milicia color café. Logré identificarlo por el chip. Había llegado a arañar a mi hermana en la pierna izquierda haciendo que mi hermana cayera en el suelo. Cuando traté de levantarla, Bruce salió con un brinco y le dio un flechazo con veneno en el pecho al oso. Yo me quedé sorprendido tratando de levantar a mi hermana del suelo. El oso cayó al suelo como un tronco. Al ver ese acto heroico, no me quedó de otra que decirle «Gracias por salvar a mi hermana» y llevarlo con nosotros.
Mientras íbamos de camino mi hermana se durmió y yo estaba en las mismas, bien cansado, después de toda la adrenalina que había gastado horas antes. Decidí no dormirme ya que este hombre andaba con nosotros y desconfiaba mucho de él. No quería que fuera a robarnos lo que nos quedaba. Preferí aguantar el cansancio hasta que él se quedó dormido. Más tarde conseguí estacionarme en un lugar seguro dentro de un túnel vacío para luego levantarme a las 4:00 a.m. Al otro día, el hombre notó el procedimiento mío y de mi hermana. Camil hacía el desayuno, llevaba el conteo de nuestros alimentos, de lo que teníamos y lo que nos hacía falta. Mientras tanto yo revisaba el automóvil, las llantas del jeep y me aseguraba de que estábamos bien para seguir con el viaje. Bruce nos preguntó que hacia dónde nos dirigíamos. Yo le respondí arrogantemente «A la reserva en Arizona». Bruce me dijo «Eso es un truco para jugar con la mente de los que tienen esperanza de que este mundo puede ser rescatado. Lamento decirles que este es el fin». Le dije a mi hermana «Ponte audífonos; no quiero que lo escuches». Mientras tanto, él comenzó a burlarse de nosotros.
Seguimos nuestro rumbo y pasamos por un área que parecía un bosque en donde el jeep comenzó  a fallar. Revisé nuestro vehículo. Al parecer había habido un fallo en la batería, así que mi hermana tuvo la idea de bajar las cosas y acampar en el bosque. Estuvimos cuatro días y tres noches en ese bosque húmedo y frío pero, por lo menos, teníamos alimento y un galón de gasolina. Bruce conocía dónde estábamos y comentó que teníamos un lago y una cascada pequeña que debía tener agua fresca. Tan pronto mi hermana escuchó eso, Bruce la dirigió para que fuera sola a buscar agua mientras yo me quedé hablando con él. Le pregunté por qué era tan bueno en arco y flecha. Él respondió que en sus años universitarios había sido un gran atleta de ese deporte. De repente noté que habían pasado muchas horas y Camil no había regresado. Comencé a preocuparme. Le dije a Bruce «Vamos a buscarla». Bruce supuso que estaba en la cascada pero mi hermana al parecer se había encaminado hacia el lago. Efectivamente. Tan pronto la vi, le grité «¡Camil! Esa agua está contaminada». Ella salió rápidamente del agua e inmediatamente le comenzó la comezón en su piel. Mientras ella lloraba nos fuimos al campamento. La curé con guantes para mi protección, le di medicamentos y la mantuve aislada. Esa noche fue larga. Entre Bruce y yo nos turnamos para hacer guardia y vigilar a mi hermana pero sucedió lo que temía: mi hermana contrajo alguna bacteria o virus que se encontraba en ese lago.
Al día siguiente recogimos todo y nos alimentamos ya que el día iba a ser largo. Mi hermana estaba con fiebre pero todavía no estaba muy débil. Sin embargo, seguía con la picazón en su cuerpo. Al ver que no estaba débil decidimos caminar lo más que pudimos. Anocheció y decidí quedarme cerca de mi hermana manteniendo las precauciones posibles e  inyectándole los antibióticos que había encontrado en la farmacia. Me quedé dormido junto a mi hermana; ella se levantó y notó que las cajas y el arma no estaban. Me levantó diciéndome, Bruce nos robó.
En la mañana se escuchó un ruido entre los arbustos. Era él, Bruce, pidiéndonos perdón con sus ojos llenos de lágrimas. Camil lo amenazó con un cuchillo en el cuello y Bruce asustado nos dijo que lo perdonáramos porque su instinto de supervivencia había sido más que su sentido de lealtad. Yo le dije «Te vuelvo aceptar porque veo que tus lágrimas son sinceras pero necesito que seas leal; esto no es un juego». Después que los puntos quedaron  claros entre nosotros nos mantuvimos caminando por el bosque ya con poco alimento para los tres. Además mi hermana comenzó a marearse y su fiebre seguía subiendo. Bruce la cogió al hombro. Supongo que su acto fue porque se sentía en deuda con nosotros.
Logramos salir del bosque y, milagrosamente, salimos por una  autopista. En ese momento mi hermana comenzó a vomitar sangre y yo comencé a preocuparme más. Me quedé con ella en el suelo sirviéndole de apoyo. A Bruce se le ocurrió la brillante de buscar algún auto que tuviera la llave pegada para echarle el galón de gasolina que teníamos. Ya en este punto que habíamos llegado debíamos buscar recursos de donde fuera. Bruce se fue solo con la gasolina para ver si encontraba el auto. Pasaron un par de horas y mi hermana con su voz débil me dijo «Tú sí que eres tonto. Él lo más seguro se fue». Yo por dentro estaba pensando que mi hermana tenía toda la razón a pesar de que yo decía que ella era la débil de carácter.
De momento se escuchó un auto. Era Bruce con una guagüita. Se detuvo, cogió a mi hermana y la subió al vehículo mientras yo subía las pocas cosas que nos quedan. Condujimos por varias horas. Durante el trayecto de la carretera, nos turnamos para conducir y cuidar a mi hermana ya que estaba deshidratada, delirando y viendo a nuestra madre. De repente  noté que Bruce empezó a llorar. Sin que yo le preguntara nada, comenzó a contarme la historia de su hijo y esposa. Todo tenía sentido para mí ahora. Él había sacado su instinto paternal con mi hermana. Había canalizado todo ese amor que tenía para su familia hacia mi hermana, Camil. Yo lo miraba mientras bajaban sus lágrimas por sus mejillas. Mientras tanto él miraba la fotografía de su familia con mucha nostalgia. Decía que por esa maldita guerra había perdido lo que más amaba, su esposa y su hijito de cinco añitos.
Entre la plática notamos que nos habíamos quedado sin combustible en el desierto de Arizona. Permanecimos en el auto porque mi hermana estaba durmiendo y estaba anocheciendo. Me pasé hacia atrás con mi hermana porque la veía muy mal. Yo estaba consumiéndome por dentro pensando: Me quedaré solo. Dios me quita todo lo que quiero. Trataba de bajarle la fiebre y le decía secretos de nosotros como hermanos y que tenía que luchar.
Bruce se bajó para despejarse un poco y para darnos privacidad. Aprovechó para revisar el perímetro. Cuando volvió al jeep nos dio la noticia que había escuchado un helicóptero cerca. Yo le dije «Olvídalo. Estamos muy débiles». Mi hermana entonces me susurró suavemente «Vamos a arriesgarnos. Como quiera vamos a morir». Aunque fuera  un comentario pesimista, tenía razón; llevábamos varios días sin comer.
Bruce cogió al hombro a mi hermana y yo los bultos con las cuatro botellas de agua que nos quedaban más los medicamentos de mi hermana. Caminamos por el desierto por cuatro días pero el sol nos afectaba mucho y las noches frías eran fatales para mi hermana. No habíamos comido ni descansado bien hacía mucho tiempo. Bruce ya estaba perdiendo la gordura y yo no había bebido agua. Mis labios estaban secos y estaba exhausto. Comenzó a gritar el nombre de su hijo, Charlie, como reviviendo el momento en que un hombre bajo la influencia del virus le había rasgado el pecho a su hijo mientras su esposa trataba de forcejar con el desconocido. En tanto él había tratado de llegar para ayudar a su esposa. Su esposa se había contagiado del virus y le había pedido que la matara porque no quería vivir con eso. Bruce no quería, pero ella le había suplicado hasta que él le había pegado un flechazo en el pecho.
Mientras deliraba escuché esa triste historia. Levanté a Bruce del suelo luego de dejar a mi hermana encima de unos bultos. Él musitó «Charlie». Creo que de los tres, el mejor que estaba era yo. Los tres andábamos deshidratados, sin fuerzas, tirados en el suelo bajo el sol ardiente del desierto. Mientras seguíamos nuestro camino lentamente, comenzamos a ver una gran mansión amurallada con paredes de cristal en los jardines. Un lugar con cascadas y animales. Vimos una gran puerta. Mi hermana comenzó a llamar a mis padres y yo los comencé a ver. Cuando comenzamos a abrir la gran puerta nos deslumbró una luz bien resplandeciente que emanaba de ella. Al abrir la puerta de cristal me encontré con la triste mirada de una jirafa.
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