En la entrada de un complejo de la ciudad dos
mujeres jóvenes salen de un coche amarillo. A una de ellas se le hace casi
imposible salir del mismo; la otra, joven, aún consciente a su entorno intenta
ayudarla. Aquella levanta sus manos en un gesto de no necesitar ayuda e intenta
caminar en dirección al complejo. Pero cae, en llanto, y sube al elevador,
recostándose del mismo. La más joven, se marcha hacia la derecha, cuando un
hombre parado en la entrada se le acerca por detrás.
Era temprano en la madrugada, el sol aún no había
subido. Se escuchaba el zumbido de los autos y la ciudad resplandecía con otras
luces.
****
Para Mildred había sido una semana llena de consecuentes malas noticias. Su
pareja de cinco años había decidido terminar la relación luego de una extensa
conversación telefónica hacía dos días. Él se había mudado a los Estados Unidos
en busca de un mejor empleo, tal vez la mejor excusa para cortar cualquier
vínculo. Aquella noche, Mildred, había decidido ir a tomar unos tragos para
deshacer sus quejas e intentar olvidar. Raquel, su amiga la había
encontrado en aquella barra en medio de todo un escándalo que ella misma
armara con su errático proceder. Un buen amigo de ambas quien trabajaba
allí, preocupado, llamó a Raquel por quien tenía más respeto, antes de avisar a
la policía para que se hiciera cargo.
Al llegar al complejo del edificio residencial, Mildred, retumbando entre pared
y pared del pasillo intentaba entrar por sí misma a su apartamento con sus
zapatillas en mano. Casi inconsciente, se desplomó sobre su sofá del cual
rodó y cayó de pecho al suelo. Allí cerró los ojos, sin alcanzar llegar a su
cuarto.
—¡Ester! Toma este té.
—¿Qué hago ahora Aurora, no tengo a dónde ir? —le
suplica Aurora, abrazándola fuertemente.
—Nadie me cree… ni aun mamá —recostándose sobre
Aurora quien se había sentado junto a ella en un pequeño balcón en su casa.
Las voces se desvanecían paulatinamente en su mente
mientras Mildred abría sus ojos. Algo asustada, recobró fuerzas para
levantarse y mirar su reloj de pared. Marcaba las cinco de la mañana.
Procedió a entrar su cuarto con marcha lenta. Abrió el ropero y, en
una caja pequeña blanca, encontró una foto que mostraba dos jóvenes sonrientes
sentadas sobre un auto antiguo con piernas cruzadas. Una de ellas tenía
ondas de cabello negro y un traje blanco de falda ancha y mangas que le
llegaban justo debajo de los hombros y la otra lucía un traje elegante negro
sin mangas con falda ajustada al cuerpo, su cabello claro amarado hacia tras,
ambos trajes entallados de cintura y elegantes. Una aguantaba lo
que parecía un cigarrillo. Mildred volteó la fotografía y pasó su dedo sobre el
escrito: Ester y Aurora, 1995. La colocó nuevamente en la caja con profunda
tristeza.
Comenzaba a asomarse el sol al horizonte y tenues
rayos de luz se filtraban por la ventana de la habitación. Mildred se había
dormido cuando apareció Raquel con dos cafés en mano. Vestía la misma ropa de
la noche anterior. Mildred, levantó su mirada algo sorprendida.
—¿Cómo lograste entrar? —tapándose el rostro con una
almohada.
—¿Acaso crees que el guardia de seguridad del
edificio no me conoce después de haber venido aquí por espacio de dos años? —
dijo con un tanto de humor al darle el café.
Mildred miró por encima de la almohada, tomó
el vaso y observó su nombre en él y comprobó, mientras se daba un sorbo, que el
de Raquel también tenía la inscripción de su respectivo nombre. En silencio,
recordó la foto de su abuela Ester y su amiga Aurora y las voces de ellas.
Sonrió.
****
Ahora Mildred, ya con su pelo gris, suelto, que le
cubría los desgastados ojos café al soplar del viento, miraba hacia
un florero de cristal con flores viejas. Se dobló lentamente, puso su mano
sobre una placa de mármol, removió las flores muertas y colocó unas azucenas
frescas como acostumbraba todos los veinte de junio. Sacó entonces una
gastada fotografía de dos muchachas jóvenes en una playa dando sus espaldas a
la cámara dirigiendo su vista hacia un amanecer la cual decía: “Una sola rosa
puede ser mi jardín…una sola amiga, mi mundo”. Leo Buscaglia.
Se levantó, sonrió, volteó lentamente, y caminó
hacia el oeste sobre aquel extenso terreno de grama verde.
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autor. Para contactar al escritor, puede comunicarse con Sylvia M. Casillas
Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del
Turabo, Gurabo, Puerto Rico.
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