Centro de Lectura y Redacción, Decanato de Educación General, Universidad del Turabo

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viernes, 22 de noviembre de 2013

El efecto géminis por Rodolfo Calderón Bonilla

En la entrada de un complejo de la ciudad dos mujeres jóvenes salen de un coche amarillo. A una de ellas se le hace casi imposible salir del mismo; la otra, joven, aún consciente a su entorno intenta ayudarla. Aquella levanta sus manos en un gesto de no necesitar ayuda e intenta caminar en dirección al complejo. Pero cae, en llanto, y sube al elevador, recostándose del mismo. La más joven, se marcha hacia la derecha, cuando un hombre parado en la entrada se le acerca por detrás.
Era temprano en la madrugada, el sol aún no había subido. Se escuchaba el zumbido de los autos y la ciudad resplandecía con otras luces.

****

            Para Mildred había sido una semana llena de consecuentes malas noticias. Su pareja de cinco años había decidido terminar la relación luego de una extensa conversación telefónica hacía dos días. Él se había mudado a los Estados Unidos en busca de un mejor empleo, tal vez la mejor excusa para cortar cualquier vínculo. Aquella noche, Mildred, había decidido ir a tomar unos tragos para deshacer sus quejas e intentar olvidar.  Raquel, su amiga  la había encontrado en aquella barra en medio de todo un escándalo  que ella misma armara con su errático proceder. Un buen amigo de ambas  quien trabajaba allí, preocupado, llamó a Raquel por quien tenía más respeto, antes de avisar a la policía para que se hiciera cargo.
            Al llegar al complejo del edificio residencial, Mildred, retumbando entre pared y pared del pasillo intentaba entrar por sí misma a su apartamento con sus zapatillas en mano.  Casi inconsciente, se desplomó sobre su sofá del cual rodó y cayó de pecho al suelo. Allí cerró los ojos, sin alcanzar llegar a su cuarto.
—¡Ester! Toma este té.
—¿Qué hago ahora Aurora, no tengo a dónde ir? —le suplica Aurora, abrazándola fuertemente.
—Nadie me cree… ni aun mamá —recostándose sobre Aurora quien se había sentado junto a ella en un pequeño balcón en su casa.
Las voces se desvanecían paulatinamente en su mente mientras Mildred abría sus ojos. Algo asustada,  recobró fuerzas para levantarse y mirar su reloj de pared. Marcaba las cinco de la mañana.  Procedió a entrar su cuarto con marcha lenta. Abrió el ropero y,  en una caja pequeña blanca, encontró una foto que mostraba dos jóvenes sonrientes sentadas sobre un auto antiguo  con piernas cruzadas. Una de ellas tenía ondas de cabello negro y un traje blanco de falda ancha y mangas que le llegaban justo debajo de los hombros y la otra lucía un traje elegante negro sin mangas con falda ajustada al cuerpo, su cabello claro amarado hacia tras, ambos  trajes entallados de cintura y elegantes.  Una aguantaba lo que parecía un cigarrillo. Mildred volteó la fotografía y pasó su dedo sobre el escrito: Ester y Aurora, 1995. La colocó nuevamente en la caja con profunda tristeza.
Comenzaba a asomarse el sol al horizonte y tenues rayos de luz se filtraban por la ventana de la habitación. Mildred se había dormido cuando apareció Raquel con dos cafés en mano. Vestía la misma ropa de la noche anterior. Mildred, levantó su mirada algo sorprendida.
—¿Cómo lograste entrar? —tapándose el rostro con una almohada.
—¿Acaso crees que el guardia de seguridad del edificio no me conoce después de haber venido aquí por espacio de dos años? — dijo con un tanto de humor al darle el café.
Mildred miró por encima de la almohada,  tomó el vaso y observó su nombre en él y comprobó, mientras se daba un sorbo, que el de Raquel también tenía la inscripción de su respectivo nombre. En silencio, recordó la foto de su abuela Ester y su amiga Aurora y las voces de ellas. Sonrió.

****

Ahora Mildred, ya con su pelo gris, suelto, que le cubría los desgastados ojos café al  soplar del viento,  miraba hacia un florero de cristal con flores viejas. Se dobló lentamente, puso su mano sobre una placa de mármol, removió las flores muertas y colocó unas azucenas frescas como acostumbraba todos los veinte de junio.  Sacó entonces una gastada fotografía de dos muchachas jóvenes en una playa dando sus espaldas a la cámara dirigiendo su vista hacia un amanecer la cual decía: “Una sola rosa puede ser mi jardín…una sola amiga, mi mundo”. Leo Buscaglia.
Se levantó, sonrió, volteó lentamente, y caminó hacia el oeste sobre aquel extenso terreno de grama verde.
© Todos los derechos reservados. Queda prohibido copiar, reproducir, volver a publicar, descargar, enviar, transmitir o distribuir este texto en cualquier forma sin la autorización previa de su autor. Para contactar al escritor, puede comunicarse con Sylvia M. Casillas Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del Turabo, Gurabo, Puerto Rico.

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