Centro de Lectura y Redacción, Decanato de Educación General, Universidad del Turabo

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viernes, 22 de noviembre de 2013

Tres veces huérfano por Chayanne Mata Vega

La máquina que emitía ese extraño “bip” sonó diferente. Parecía el mismo sonido, aunque un tanto más alargado “biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip” el cual no parecía tener fin, hasta que el médico la apagó. Ese sonido avisó al mundo la llegada inesperada de un nuevo infante desamparado. Las autoridades gubernamentales se hicieron cargo de la situación y le dieron como hogar un orfanato. Un lugar que parecía sacado de una película de terror, ya que padecía de un gran deterioro por la falta de mantenimiento. Era una especie de castillo gótico, con poca iluminación interior, donde las ratas y otras plagas paseaban por los corredores “como Juan por su casa”, esquivando ágilmente las sustancias toxicas que les ponían para matarlas. El personal no hacía desaires a aquel ambiente. Los empleados eran arrogantes, de carácter volátil, siempre cargando caras largas; simplemente eran los verdugos de los huérfanos.
Allí crecía Alfonso, el niño que no tuvo dicha al nacer de una madre en agonía, y de un padre que murió durante las primeras semanas de su gestación por líos de faldas. Al parecer este pasado fue el que dio forma tenebrosa a su físico. Era pálido, muy delgado, de gran altura, tenía grandes ojeras, su cabello reflejaba un rojo intenso que parecía ser representación de su desgracia, y cargaba en todo su cuerpo millones de pecas. Sus costumbres eran muy raras: era el único niño en ese lugar que era vegetariano, le temía a las mariposas y se encerraba en la covacha del empleado de limpieza para hablar con su única amiga, Gabriela, lo que provocaba la burla de sus compañeros.
Gabriela había vivido en el orfanato mucho antes de que él llegara, al parecer para darle la bienvenida. Ella era un ser maravilloso, irradiaba paz, amor, y su lealtad no tenía límites, jamás traicionaría a alguien. Por eso Alfonso, que tan solo contaba con once años de edad, se sintió a salvo en su compañía. Este le contaba todo el sufrimiento que provocaba la ausencia de sus padres, mientras ella extendía sus brazos, recibiéndole en su pecho, mostrándole el gran cariño que le tenía. Los peores momentos de  Alfonso eran cuando los demás niños se mofaban de él, luego de hacerle bromas de mal gusto y de llamarlo por un sobrenombre que lo enfurecía y entristecía.
El niño viva un tormento día a día, y solo encontraba refugio en Gabriela. Una tarde en el comedor uno de sus compañeros le tiró un brócoli y le dijo “come eso que es lo que te gusta, animal”. Él se levantó de su mesa y salió corriendo despavorido a su cuarto. Mientras corría escuchaba esos gritos que lo llamaban por su horrible sobrenombre, y cada letra de este le retumbaba en la cabeza. Cuando llegó a su cuarto encontró que su cama estaba llena de mariposas que salían de las sábanas y su almohada. Nervioso y temblando, deseaba pensar en una solución al problema, sin tener que ocupar a uno de sus compañeros para que luego se burlara de su temor a esos animales. Recordó que en la covacha donde se veía con Gabriela guardaban los tóxicos para matar sabandijas, insectos y ratas. Fue en busca de ellos, vertió un poco de cada uno en un envase con algo de pan, que guardaba para momentos en los que no podía terminar su comida, lo roció sobre toda la cama, saturó toda la habitación y, el resto, lo guardó por si aparecían más mariposas al día siguiente. Ellas comieron, el niño hizo un movimiento brusco y las espantó para que muriesen lejos de allí.
Al día siguiente lo visitó al cuarto, “la bruja despiadada”. Así llamaban los niños a la Sra. Carrasquillo, directora del orfanato. Cuando esta llamó a la puerta antes de entrar, provocó terror en Alfonso, lo cual era de esperarse. Las visitas de esta señora siempre venían acompañadas de severos castigos. Gabriela prestaba atención a lo que sucedía desde al cuarto vecino. La bruja le reclamaba al joven por no haber comido todo lo que tenía en su plato, y por no ser la primera vez que lo hacía, le dijo que la acompañara al comedor, en el cual ya aguardaban todos los huérfanos para ser testigos. Cuando Alfonso entró al comedor vio que en el centro había una mesa y, sobre esta, se encontraba un gigantesco plato repleto de vegetales. La mujer le ordenó comerlo todo como castigo. El niño refutó el mandato y al ver que no tenía más opción, comenzó a comer. Se le dificultaba el tragar cada vez que le gritaban su sobrenombre, el cual aborrecía con todo su ser. Tuvo que escucharlo miles de veces, hasta que terminó de comer.
Ya sus oídos estaban cansados, su mente se limitaba a pensar en su desgracia, en la injusticia de la vida, en el gran dolor que provocaba la falta de amigos, de padre y de madre. Salió del comedor dando pasos de moribundo hasta llegar a su cuarto. Allí se encontró con la única amiga que le ofreció su miserable vida, su querida Gabriela. Le contó sus pesares y le dijo que escaparía a un lugar desconocido para ver si allá hallaba lo que tanto anhelaba, sentirse amado y acompañado. El niño buscó los tóxicos para matar mariposas y los bebió hasta que no quedó gota. Le dio la despedida a su querida Gabriela, quien no fue más que la soledad que le brindó refugio. Segundos después se le paralizó el corazón y murió. Yacía su cuerpo en la cama con los ojos abiertos.
Al cabo de varias horas un niño se dirigió al cuarto y al abrir la puerta se encontró con la triste mirada de la jirafa… el sobrenombre con que rociaban a Alfonso. 



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