Centro de Lectura y Redacción, Decanato de Educación General, Universidad del Turabo

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viernes, 22 de noviembre de 2013

El gran tesoro por Carlos Fabián Hernández García

Pueblo que se respete debe tener su casa de citas,  les decía el padre Vicente a las beatas que lo  abordaban en la calle para ponerle una queja nueva, sobre  los últimos desórdenes  ocurridos en el único prostíbulo del municipio. Continuaba el padre su  particular  teoría sobre el prostíbulo y les decía a todas  las beatas preocupadas:
—Miren, hagan la cuenta y verán que a más putas menos niñas preñadas —ante el asombro de  las espectadoras.
Él les daba la bendición y continuaba su camino por las  calles  polvorientas de aquel  pueblo  olvidado en el mapa, que lo único que producía era calor y chismes, al que había ido a parar por orden del señor obispo que consideró el lugar como buen castigo para aquel impetuoso y renovador cura español de ideas un poco raras y, en muchos casos, contrarias a  las de las autoridades  eclesiásticas.
Según  el padre Vicente, todos eran iguales ante Dios por lo que los visitaba y saludaba  con el mismo respeto y  devoción sin importar su condición social, raza o color de piel, algo que para comienzos del siglo XX  no era muy bien visto por ciertas clases sociales y la alta  jerarquía eclesiástica.  A  él, como buen catalán,  le valía un soberano  pepino.
Para  la época en que tienen ocurrencia  los hechos de esta historia, las autoridades principales del poblado estaban representadas por el cura párroco, o sea, el padre Vicente y el señor alcalde don  Zenón Castro Poveda, viejo severo y estricto de costumbres muy conservadoras y un tanto duro  cuando se trataba de hacer cumplir las leyes.
Estas dos autoridades no eran muy afines entre sí, por lo que la guerra  estuvo  casada  desde el primer día en que el sacerdote arribó al pueblo cuando, en medio de la celebración por su  llegada, el alcalde le dio una orden al cura y le dijo de manera perentoria:
—Espero, Padre, que no me vaya a  dejar llenar de campesinos sucios la iglesia en la misa principal  de las diez de la mañana  del domingo  —a la cual  él  asistía  religiosamente.
Ante semejante orden el padre Vicente le salió con una de sus frases de las cuales el pueblo se iría acostumbrando poco a poco. —Vea alcalde— le dijo el cura —Usted mande en su pueblo que en la casa de Dios, mandamos Él y yo.  Por lo tanto a nuestra casa entran todos los que quieran el día y a la hora que se les de su regalada gana.
Así las cosas y con estos  personajes al mando de  ese olvidado pueblo, se podrán imaginar que la comidilla diaria eran los desaires, insultos y ofensas que los dos se hacían mutuamente. Al no pasar nada raro o extraordinario, bueno  era para el morbo  popular las peleas entre el alcalde y el cura.
Hasta que un día la tranquilidad del pueblo se rompió  con la noticia que  habían encontrado un gran tesoro  en una cueva  y que, al parecer,  estaba a punto de arribar al poblado el viejo Raimundo  Casas, el campesino  y curandero  que  lo había hallado.
El chisme del hallazgo del tesoro  había llegado a la plaza de mercado en la madrugada. Ya para el desayuno la mina estaba  produciendo unas cuantas libras del preciado mineral; para la hora del almuerzo, se podría especular en la cantidad de toneladas  de oro que la mina estaría generando; para la  tarde,  todo el pueblo ya tenía claro que la cantidad de oro era ilimitada y  don  Raimundo Casas era el hombre más rico del país.
            Para esas horas todos en el pueblo ya habían escarbado en su árbol genealógico. Confidencialmente y por providencia divina, eran parientes cercanos la mayoría y lejanos unos pocos del nuevo multimillonario que honraría  al pueblo con su  visita.
Los preparativos  para recibir al nuevo multimillonario, casi pariente de todos en el pueblo, no se hicieron esperar. La alcaldía preparaba  un acto especial,  donde en ceremonia muy solemne  y ante las autoridades civiles no eclesiásticas por razones de todos conocidas,  rezaba el decreto de honores. Se declararía personaje ilustrísimo a DON RAIMUNDO CASAS,  hijo  y ciudadano de bien del municipio.
Don Zenón Castro Poveda preparaba el discurso que pronunciaría como primera autoridad, en el cual no solo resaltaba la ilustre cuna de don Raimundo y su noble procedencia que se presumía de origen Real, además y como parte final del escrito,  el alcalde hacía una lista de las necesidades más urgentes que exigían inmediata atención por parte del nuevo millonario y que para su incalculable fortuna no sería un problema  poder  remediar lo antes posible.  Dentro de la lista estaban en primer orden: la construcción  y dotación de un nuevo palacio municipal que  sería sede de la alcaldía, la construcción y amoblado de una casa que serviría para que en ella viviera  la autoridad  más importante  del pueblo, o sea, el alcalde, un carro último modelo para uso exclusivo de la primera  autoridad civil  del pueblo (que es el alcalde), entre otras. La lista continuaba  de manera tal  que su similitud con la que hacen los niños a los Reyes Magos era  casi idéntica, solo que esta la recibiría  un solo rey.
            Entretanto, el padre Vicente observaba todo el revolú que se había armado por la próxima llegada del nuevo “multimillonario” al pueblo mientras se repetía a sí mismo:
Gracias señor Dios por esta oportunidad. Tú sabes que yo no la pedí, pero que la recibo con mucha alegría, solo para que sirva de ejemplo a muchos  en este pueblo  pero a uno en especial.
A medida que avanzaba la tarde y llegaba la noche los preparativos  seguían a pasos agigantados. Que si la tarima, que si la banda municipal, que si el desfile, que si la lista de invitados especiales, que si invitaban al cura, a lo que el alcalde se opuso tajantemente en el comité organizador creado  para tan magno evento.
Hacia las ocho de la noche se recibió la noticia que el ilustre visitante  no llegaría esa noche, que seguramente estaría arribando al siguiente día para asistir a la misa de diez de la mañana del  domingo. Inmediatamente todos en el pueblo excusaron al visitante y argumentaron  que de pronto  los caminos estaban malos y por eso no se arriesgó a transitarlos de noche, pero lo que más alabaron fue su devoción a la fe católica al programar su visita primero que todo a la misa de domingo como hace todo buen cristiano.
Los preparativos continuaron toda la noche. Para las diez  de la mañana del domingo, toda la gente del pueblo estaba vestida con sus mejores galas y la pequeña  iglesia  a reventar. Las primeras bancas fueron reservadas por la alcaldía  para las personalidades ilustres y sus familias, aunque para ese momento todos eran parientes de don Raimundo Casas y por lo tanto también se consideraban personas ilustres. Por primera vez el cura no intervino en los caprichos del alcalde y permitió que las primeras bancas de la iglesia fueran ocupadas por los invitados ilustres.
A las diez en punto sonaron las campanas de la iglesia para dar inicio a la misa. El padre Vicente se paró en el altar,  pidió silencio a la gran multitud  cuya presencia era inusual en la misa del  domingo  y les dijo:
—Por favor, den paso al novio que contraerá matrimonio en el día de hoy,  mi amigo Raimundo Casas.
Ante el asombro de todos los presentes entró a la iglesia el campesino curandero vestido  con su habitual ropa blanca,  un poco vieja, pero muy bien lavada y planchada  para la ocasión. El padre lo recibió en el altar  con un abrazo  y le dijo que se sentara en una silla que estaba junto a otra vacía que esperaba a  ser ocupada por la radiante novia.
El cura  que no dejaba de mirar la cara de asombro del alcalde y sus invitados ilustres, los cuales permanecían mudos, mientras mentalmente daba gracias a su Dios por propiciarle un golpe certero al ego y la soberbia  de su enemigo el alcalde  Zenón y sus amigos. Pronunció con voz alta y firme  las siguientes palabras:
—Ahora invitaré al altar a la novia, quien es el gran tesoro que mi amigo Raimundo encontró en la vida. 
Para dar curso a la ceremonia, el cura se dirigió a la oficina de la sacristía ubicada  junto  al altar, donde esperaba  impaciente  la novia. Cuando abrió la puerta, se encontró la triste mirada de la Jirafa,  sobrenombre  con el  que llamaban a la alta, esbelta y exuberante morena de caderas firmes, cuerpo de palmera, piel suave  como la brisa  y  cara tan hermosa como  angelical, la cual era  adornada con unos ojazos verdes y era regente del único prostíbulo del pueblo llamado “La Cueva”.
            Era la prostituta más conocida y versada en el arte del amor de la cual se había enamorado perdidamente  el viejo Raimundo Casas, quien la llamaba su gran tesoro  hallado  en una cueva.
            En un  acto de  valentía y amor, el viejo le había pedido matrimonio y ella, ante semejante propuesta hecha de corazón  por este viejo, que lo único que tenía era una mula y un ranchito en las montañas, le había contestado con un ardiente, amoroso y caluroso —Sí, acepto.
© Todos los derechos reservados. Queda prohibido copiar, reproducir, volver a publicar, descargar, enviar, transmitir o distribuir este texto en cualquier forma sin la autorización previa de su autor. Para contactar al escritor, puede comunicarse con Sylvia M. Casillas Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del Turabo, Gurabo, Puerto Rico.

2 comentarios:

  1. jajaj.QUE BIEN!!! EN SERIO me agrado la lectura y me siento orgullosa de tu logro... un fuerte abrazo Carlos Fabian...

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  2. Me parece muy bueno como ejemplo para quienes viven de lo que dice ciertas personas ilusas, como ocurren en nuestros pueblos Hispanos. Excelente Jaime

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