Pueblo que se respete debe tener su casa de
citas, les decía el padre Vicente a las beatas que lo abordaban en
la calle para ponerle una queja nueva, sobre los últimos desórdenes
ocurridos en el único prostíbulo del municipio. Continuaba el padre su particular
teoría sobre el prostíbulo y les decía a todas las beatas preocupadas:
—Miren, hagan la cuenta y verán que a más putas
menos niñas preñadas —ante el asombro de las espectadoras.
Él les daba la bendición y continuaba su camino por
las calles polvorientas de aquel pueblo olvidado en el
mapa, que lo único que producía era calor y chismes, al que había ido a parar
por orden del señor obispo que consideró el lugar como buen castigo para aquel
impetuoso y renovador cura español de ideas un poco raras y, en muchos casos,
contrarias a las de las autoridades eclesiásticas.
Según el padre Vicente, todos eran iguales
ante Dios por lo que los visitaba y saludaba con el mismo respeto y
devoción sin importar su condición social, raza o color de piel, algo que
para comienzos del siglo XX no era muy bien visto por ciertas clases
sociales y la alta jerarquía eclesiástica. A él, como buen
catalán, le valía un soberano pepino.
Para la época en que tienen ocurrencia
los hechos de esta historia, las autoridades principales del poblado estaban
representadas por el cura párroco, o sea, el padre Vicente y el señor alcalde
don Zenón Castro Poveda, viejo severo y estricto de costumbres muy
conservadoras y un tanto duro cuando se trataba de hacer cumplir las
leyes.
Estas dos autoridades no eran muy afines entre sí,
por lo que la guerra estuvo casada desde el primer día en que
el sacerdote arribó al pueblo cuando, en medio de la celebración por su
llegada, el alcalde le dio una orden al cura y le dijo de manera perentoria:
—Espero, Padre, que no me vaya a dejar llenar
de campesinos sucios la iglesia en la misa principal de las diez de la
mañana del domingo —a la cual él asistía
religiosamente.
Ante semejante orden el padre Vicente le salió con
una de sus frases de las cuales el pueblo se iría acostumbrando poco a poco.
—Vea alcalde— le dijo el cura —Usted mande en su pueblo que en la casa de Dios,
mandamos Él y yo. Por lo tanto a nuestra casa entran todos los que
quieran el día y a la hora que se les de su regalada gana.
Así las cosas y con estos personajes al mando
de ese olvidado pueblo, se podrán imaginar que la comidilla diaria eran
los desaires, insultos y ofensas que los dos se hacían mutuamente. Al no pasar
nada raro o extraordinario, bueno era para el morbo popular las
peleas entre el alcalde y el cura.
Hasta que un día la tranquilidad del pueblo se
rompió con la noticia que habían encontrado un gran tesoro en
una cueva y que, al parecer, estaba a punto de arribar al
poblado el viejo Raimundo Casas, el campesino y
curandero que lo había hallado.
El chisme del hallazgo del tesoro había
llegado a la plaza de mercado en la madrugada. Ya para el desayuno la mina
estaba produciendo unas cuantas libras del preciado mineral; para la hora
del almuerzo, se podría especular en la cantidad de toneladas de oro que
la mina estaría generando; para la tarde, todo el pueblo ya tenía
claro que la cantidad de oro era ilimitada y don Raimundo Casas era
el hombre más rico del país.
Para esas horas todos en el pueblo ya habían escarbado en su árbol genealógico.
Confidencialmente y por providencia divina, eran parientes cercanos la mayoría
y lejanos unos pocos del nuevo multimillonario que honraría al pueblo con
su visita.
Los preparativos para recibir al nuevo
multimillonario, casi pariente de todos en el pueblo, no se hicieron esperar.
La alcaldía preparaba un acto especial, donde en ceremonia muy
solemne y ante las autoridades civiles no eclesiásticas por razones de todos
conocidas, rezaba el decreto de honores. Se declararía personaje
ilustrísimo a DON RAIMUNDO CASAS, hijo y ciudadano de bien del
municipio.
Don Zenón Castro Poveda preparaba el discurso que
pronunciaría como primera autoridad, en el cual no solo resaltaba la ilustre
cuna de don Raimundo y su noble procedencia que se presumía de origen Real,
además y como parte final del escrito, el alcalde hacía una lista de las
necesidades más urgentes que exigían inmediata atención por parte del nuevo
millonario y que para su incalculable fortuna no sería un problema
poder remediar lo antes posible. Dentro de la lista estaban en
primer orden: la construcción y dotación de un nuevo palacio municipal
que sería sede de la alcaldía, la construcción y amoblado de una casa que
serviría para que en ella viviera la autoridad más importante
del pueblo, o sea, el alcalde, un carro último modelo para uso exclusivo de la
primera autoridad civil del pueblo (que es el alcalde), entre
otras. La lista continuaba de manera tal que su similitud con la
que hacen los niños a los Reyes Magos era casi idéntica, solo que esta la
recibiría un solo rey.
Entretanto, el padre Vicente observaba todo el revolú que se había armado por
la próxima llegada del nuevo “multimillonario” al pueblo mientras se repetía a
sí mismo:
Gracias señor Dios por esta oportunidad. Tú sabes
que yo no la pedí, pero que la recibo con mucha alegría, solo para que sirva de
ejemplo a muchos en este pueblo pero a uno en especial.
A medida que avanzaba la tarde y llegaba la noche
los preparativos seguían a pasos agigantados. Que si la tarima, que si la
banda municipal, que si el desfile, que si la lista de invitados especiales,
que si invitaban al cura, a lo que el alcalde se opuso tajantemente en el
comité organizador creado para tan magno evento.
Hacia las ocho de la noche se recibió la noticia que
el ilustre visitante no llegaría esa noche, que seguramente estaría
arribando al siguiente día para asistir a la misa de diez de la mañana
del domingo. Inmediatamente todos en el pueblo excusaron al visitante y
argumentaron que de pronto los caminos estaban malos y por eso no
se arriesgó a transitarlos de noche, pero lo que más alabaron fue su devoción a
la fe católica al programar su visita primero que todo a la misa de domingo
como hace todo buen cristiano.
Los preparativos continuaron toda la noche. Para las
diez de la mañana del domingo, toda la gente del pueblo estaba vestida
con sus mejores galas y la pequeña iglesia a reventar. Las primeras
bancas fueron reservadas por la alcaldía para las personalidades ilustres
y sus familias, aunque para ese momento todos eran parientes de don Raimundo
Casas y por lo tanto también se consideraban personas ilustres. Por primera vez
el cura no intervino en los caprichos del alcalde y permitió que las primeras
bancas de la iglesia fueran ocupadas por los invitados ilustres.
A las diez en punto sonaron las campanas de la
iglesia para dar inicio a la misa. El padre Vicente se paró en el altar,
pidió silencio a la gran multitud cuya presencia era inusual en la misa
del domingo y les dijo:
—Por favor, den paso al novio que contraerá
matrimonio en el día de hoy, mi amigo Raimundo Casas.
Ante el asombro de todos los presentes entró a la
iglesia el campesino curandero vestido con su habitual ropa blanca,
un poco vieja, pero muy bien lavada y planchada para la ocasión. El padre
lo recibió en el altar con un abrazo y le dijo que se sentara en
una silla que estaba junto a otra vacía que esperaba a ser ocupada por la
radiante novia.
El cura que no dejaba de mirar la cara de
asombro del alcalde y sus invitados ilustres, los cuales permanecían mudos,
mientras mentalmente daba gracias a su Dios por propiciarle un golpe certero al
ego y la soberbia de su enemigo el alcalde Zenón y sus amigos.
Pronunció con voz alta y firme las siguientes palabras:
—Ahora invitaré al altar a la novia, quien es el
gran tesoro que mi amigo Raimundo encontró en la vida.
Para dar curso a la ceremonia, el cura se dirigió a
la oficina de la sacristía ubicada junto al altar, donde
esperaba impaciente la novia. Cuando abrió la puerta, se encontró
la triste mirada de la Jirafa, sobrenombre con el que
llamaban a la alta, esbelta y exuberante morena de caderas firmes, cuerpo de
palmera, piel suave como la brisa y cara tan hermosa
como angelical, la cual era adornada con unos ojazos verdes y era
regente del único prostíbulo del pueblo llamado “La Cueva”.
Era la prostituta más conocida y versada en el arte del amor de la cual se
había enamorado perdidamente el viejo Raimundo Casas, quien la llamaba su
gran tesoro hallado en una cueva.
En un acto de valentía y amor, el viejo le había pedido matrimonio
y ella, ante semejante propuesta hecha de corazón por este viejo, que lo
único que tenía era una mula y un ranchito en las montañas, le había contestado
con un ardiente, amoroso y caluroso —Sí, acepto.
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Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del
Turabo, Gurabo, Puerto Rico.
jajaj.QUE BIEN!!! EN SERIO me agrado la lectura y me siento orgullosa de tu logro... un fuerte abrazo Carlos Fabian...
ResponderEliminarMe parece muy bueno como ejemplo para quienes viven de lo que dice ciertas personas ilusas, como ocurren en nuestros pueblos Hispanos. Excelente Jaime
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