Aún comenzaban a salir los
primeros rayos de sol. Tea se preparaba para encender los leños en el pequeño
horno de barro y cal. Se dio cuenta que las hormigas no habían venido durante
la noche a llevarse las migajas de harina y pan duro del día anterior. No le
molestó su ausencia, pues siempre pensó que las hormigas eran animales
agobiantes. En cambio, mientras se disponía a recoger las posturas de las
gallinas, notó que estas también habían desparecido. Sintió un cosquilleo en su
estómago y se obligó a creer que era el hambre. Había sido un año sin sequía,
de abundante cosecha, sin sangrientas guerras, y no quería tan siquiera pensar
que los dioses castigaban su familia. La vaca al estar bien atada seguía allí,
pero mugía sin cesar con un mugido sufrido y ronco como si la torturaran. Tea
llamó a su marido Demetrio para que echara un ojo al desconcertado animal.
Demetrio se acercó y soltó las ataduras de la bestia enloquecida para que no se
ahorcara. La vaca trastornada brincó la cerca del corral, luego corrió hasta
que desapareció en la lejanía.
Al ver a la bestia desbocada
alejarse en la llanura, Tea sintió como si le echaran un hilo de agua helada
por los huesos de la nuca que bajaba por toda su espalda, al tiempo que la
hacía estremecer del escalofrío. Quiso correr y alejarse de allí pero, en lugar
de seguir a la bestia despavorida, ignoró aquel presentimiento que habría
salvado su vida y enterró los pies en el lodo. Los enterró tanto que sus
sandalias se hundieron y tuvo que quitárselas para sacar los pies. No iba a
dejar que sus supersticiones de pitonisa romana la ahuyentaran. Después de
todo, había sido muy feliz allí. Demetrio, en cambio, no notó nada. Él solo
tenía en su mente que debía ir a cazar esa mañana pues ya no quedaba carne y
supuso que, si la vaca no regresaba, tendría que comprar otra. Era un hombre
muy dedicado a su familia, sereno y metódico, de ascendencia patriciana y
miembro del ejército romano.
Era un día como cualquier otro. Filipo, el pequeño hijo de Tea y Demetrio,
jugaba en los campos vecinos con los demás niños. El aire era muy pesado esa
mañana. Tenía un olor a azufre como si la tierra expidiera gases desde lo
profundo del infierno que, con el calor del sol de agosto, hacían casi
imposible respirar. Los niños extenuados regresaban a casa más temprano de lo
normal, quejándose de que les ardían los ojos y la boca les sabía a cebolla.
Esto le resultó tan inusual a Tea que ya no pudo ignorar el presagio que les
auguraba. Se dispuso ir al pozo a buscar agua y de una vez pasar por el templo
de Venus y ofrendarle para que protegiera a su familia. Ya era casi medio día y
Demetrio no regresaba aun; asumió que regresaría pronto. Tea tomó el cántaro y
unas monedas, partió hacia el pozo a buscar agua y luego hacia el templo como
había planeado.
En la tarde, mientras Tea llegaba a casa con el cántaro de agua, Demetrio llegó
de cazar con las manos vacías lo cual a él le resultó preocupante pues nunca
antes le había sucedido. El calor y la peste se hicieron prácticamente insoportables.
Una leve euforia comenzó a apoderarse de todos al tiempo que casi no podían
respirar. Tea en su instinto de madre buscaba a Filipo desesperada, ya que no
lo había visto en los alrededores de la casa cuando regresó. Avisó a su marido,
quien al instante comenzó a ayudarla en la búsqueda del pequeño. Buscaron por
toda la casa, en el patio, salieron por toda la villa hasta el pozo; no estaba
allí. Corrieron juntos al coliseo, al anfiteatro dónde guardaban los animales
exóticos del circo. Filipo disfrutaba de ir a ver a aquellos grandes animales.
Al abrir la puerta, solo encontraron la mirada triste de una jirafa desnutrida
que yacía en una jaula junto a leones, tigres, hienas, jabalíes y avestruces,
pero ni rastro del pequeño.
Mientras se disponían a regresar a casa, Demetrio divisó al niño en la orilla
del río. Estaba perplejo, como si mirara algo que sus ojos no se suponía que
vieran. Cuando se percató de la agonía de Tea, el niño le preguntó:
—Madre, ¿lloras porque Vulcano nos
castigará?
Tea con un gesto de confusión y terror en su cara le preguntó:
—¿Por qué dices eso?
El niño lentamente alzó su brazo y
con su dedito pulgar señaló hacia el pico del monte. Demetrio solo alcanzó a
subir la mirada para darse cuenta que Vulcano muy molesto salía de la cima de
la montaña, la roca fundida emanaba desde el tope y bajaba por las laderas como
aguas bravas en un río crecido. Demetrio solo alcanzó a decir:
—¡Oh, Júpiter, ten piedad de mi
familia! —clamando a su dios supremo para que detuviera a su yerno Vulcano.
De repente un fuerte temblor y una
explosión. Una nube de ceniza y fuego comenzó a bajar por la falda del monte
Vesubio. Todos en la ciudad corrían y gritaban menos ellos. Sabían que era
tarde, ya no había nada que hacer. Se abrazaron, besaron y amaron con tanta
intensidad ese último segundo, un segundo eterno, doloroso y con tanta
hermosura, que para cuando todo pasó todavía ellos estaban allí besándose,
abrazándose, amándose para siempre convertidos en piedra.
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Gurabo, Puerto Rico.
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