…Llego a mi casa después de un largo día, me reciben
con un grito de desesperación. De las peores noticias, la más pesada. De esas
que sientan como un puño en la boca de tu estómago. Se suicidó, aprovechando
que no había nadie con ella. No se podía dejar sola, ni un segundo, y se lo
dije a su enfermera.
¿Ahora cómo contarle? ¿Cómo decirle? Abro la puerta
y me cruzo con la triste mirada de la jirafa, del mono, de todos sus peluches.
Al levantar los ojos del suelo, la veo. Con simplemente verla, puedo sentir las
tristezas, las peleas, escuchar los gritos, sentir las lágrimas sobre mis
mejillas, que muchas veces ella sintió. Los ojos no eran más que el reflejo de
su propia impotencia. Tragaba amargo con solo saber que podía hacer algo para
que esto no pasara.
La conocía desde siempre, sabía sus
secretos más íntimos, corríamos el mismo mar de una familia imperfecta. No
obstante, jamás pensé que llegara al grado de la muerte. Siempre se veía tan
feliz, tan llena de emoción. Tristeza es un adjetivo corto para describir la
grave magnitud de esta situación. Quedaba entonces, decirle a mi familia lo que
ha pasado. Ver a su familia, después de tanto tiempo, sería difícil.
Quise mirarla, mirarla bien y fue un
error. Su cuerpo todavía expuesto, sucio, se veía débil, pálido, frío, pero
igual más tranquilo y más en paz que nunca. Era la sensación más rara del
mundo, como si ella estuviera a mi lado en esos instantes. Como si la pudiera
escuchar saludándome, con una sonrisa hermosa al verme. Nunca pensé que algo
así pasara, siempre pensé que algún día iría a la boda, quería verla casándose
con el hombre que amara.
Ahora, ya que soy yo la única que vivo
cerca, tendré que avisarle a la familia de lo ocurrido. Escuchar la voz de su
mamá, la cual no he escuchado hace muchos años, solo para darle mi más sentido
pésame. Tendré que escuchar su voz mientras me pregunta llorando qué pasó.
Luego, la de su esposo y su hijo más joven. Escuchar el gemido de esas tres
almas. Pensar que desde hace tanto no nos dirigimos la palabra, y hoy tener que
llamarlos para darles esta noticia.
Al llamar
reconozco instantáneamente la voz de su madre, el susurro bajito de la
pronunciación de la s mientras pregunta:
—¿Cómo estás?
—Bien y ¿usted?
—Bien, gracias a Dios,
y ¿a qué le debo esta inesperada llamada?
—¿Me podría encontrar con usted?
Tengo algo que decirle y quiero que sea lo más pronto posible.
—Sí, es más,
ahorita mismo.
Y así fue,
nuestra última conversación. Cuando me levanté me vi en el suelo, ojos
cerrados, débil, pálida, fría, más tranquila, más en paz que nunca y el
teléfono a mi lado izquierdo…
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Olivieri, scasillas2@suagm.edu, Centro de Lectura y Redacción, Universidad del
Turabo, Gurabo, Puerto Rico.
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