Centro de Lectura y Redacción, Decanato de Educación General, Universidad del Turabo

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jueves, 21 de noviembre de 2013

El "retirado" por Alexis León Meléndez


La secretaria del departamento de asuntos internos entró por la puerta con una mirada sospechosa. Se podía entender que algo se traía entre manos. Pasó por el lado de su propio escritorio y con sus caderas tiró al piso una fotografía familiar, todo por la prisa de llegar al lugar indicado a tiempo y sin llamar más la atención. Al fin, a las 3:49 de la tarde de aquel lunes, la mujer se colocó frente al escritorio más grande de la sala y mientras sacaba sus manos de su espalda sosteniendo el objeto que había traído con cautela, gritó al unísono con otros compañeros.
—¡SORPRESA! —gritó el grupo de personas allí presente que estalló en aplausos y carcajadas.
Después de servir por 30 años como director del departamento, Eulalio Corrada, el jefe de asuntos internos se retiraba.  El “Jefe Corra” como le decían amistosamente sus agentes de oficio, había logrado grandes gestas en su carrera. Pero en aquel sexto piso de la comandancia, en la provincia de Cartamonia de Los Salvadores, se respiraba un aire de alegría mezclado con tristeza. Se retiraba una persona que había dejado un legado en ese departamento. Las mujeres lloraban mientras cortaban el pastel y lo repartían. Los hombres se abrazaban a su recién retirado jefe como agradeciéndole todo lo que habían logrado gracias a él. Pero era como si todos realmente supieran que sería más duro aún para Corrada la despedida porque tenía entonces que decirle adiós a su realidad de vida. El piso entero sabía de su vida personal y todos habían intentado ayudarle pero no conseguían que diera un paso adelante completamente.
Para Eulalio todo había comenzado hacía catorce años. Salía de su trabajo como de costumbre y la vio caminando frente al restaurante donde siempre solía tomar su café vespertino. Estacionó su carro y entró. Se sentó y esperó por casi diez minutos que le atendieran. Para su sorpresa la mesera que lo atendió era la misma joven que había visto afuera y que hoy estrenaba nuevo trabajo. La conversación surgió y en menos de una semana ya habían comenzado con una relación secreta en la que ambos satisfacían sus deseos y anhelos. Ella tenía un corazón roto y una carrera soñada. Él tenía un mundo lleno de tristezas y el deseo de sentirse importante para alguien nuevo. Luego de cada acto, tomaban juntos un baño, se vestían con la misma ropa con la que se habían encontrado y se despedían para subirse cada uno en su debido auto. Días, semanas, meses, años. Así es que las novedades se convierten en rutinas.
Eulalio llegaba a su casa entrada la noche convencido de que había salido tarde del trabajo. La primera regla para decir y establecer una mentira es que hasta uno mismo se la crea. En eso Eulalio ya iba adelante. Colocaba su maletín en el piso. Volvía a darse un baño como si regresara de trabajar, se acostaba en la cama, miraba hacia el lado y decía:
—Buenas noches amor. Sabes que te amo. Mañana no sucederá. –daba media vuelta y se dormía.
Una de esas mañanas, antes de llegar a su trabajo, recibió una llamada de su amante. El esposo de esta había descubierto que ella tenía a alguien y sin pensarlo dos veces había abandonado el hogar. Los varones tienen ese germen en las venas, el de esperar que su pareja haga algo mal para tener la excusa perfecta de largarse quedando como las víctimas. Ella quedó como la adúltera. Él se marchó para siempre. Sin dejar rastros, ni hijos, ni cuentas. Sola quedó ella con el recuerdo de sus últimas palabras:
—Tú no… Él me las va a pagar por haberme quitado lo único que amaba —se marchó diciendo.
Cuando Eulalio escuchó esa noticia por el teléfono ni se inmutó. No le daba miedo. Estaba seguro y tranquilo porque un hombre con su posición podría arreglar todo el asunto con una sola orden si el individuo procuraba “molestar”.  De manera que continuó hacia su trabajo y pasó el día como cualquier otro.
Con el pasar de los años ya todos en el sexto piso sabían de su realidad. Y más que enojo, lo que les causaba era pena. Todos sabían la historia del “Jefe Corra”. Le decían que buscara ayuda, que lo que estaba viviendo no era normal y que era dañino para él. Pero nadie sabe la cantidad de secretos que puede guardar un corazón, sobre todo, cuando alguien se ha refugiado en una mentira para creer que es feliz.
En su fiesta de despedida, el pastel de cumpleaños era de chocolate, su favorito. Tomó un pedazo, levantó su copa y dijo algunas palabras de despedida mientras todos, mujeres y hombres, reían con algunas lágrimas.  Terminó de abrazar a los que quedaban allí, ponchó por última vez su tarjeta de trabajo y se dirigió al coche. Poco le importó el tumulto de guardias y el corre y corre que notó mientras salía del estacionamiento. De seguro algún criminal estaba a punto de ser detenido. Manejó hasta el restaurante. Y más tarde esperó por su amante para hacer lo de siempre.
—Hazme olvidar. Arráncame la farsa del corazón –le pedía mientras la miraba con sus ojos café cansados y llenos de historias.
Ella lo acarició y besó como nunca antes.  Con cada suspiro en su oído le hacía desprender una pieza más de su vida real, de su cotidianidad… de su pasado. Hicieron el amor como nunca lo habían hecho, con amor. Él era un hombre nuevo, renovado. Estaba decidido a llegar a su casa y enfrentar la realidad de su esposa, aunque eso le costase mucho, hasta la empatía de su hija universitaria. Necesitaba seguir su corazón.
Llegó a su casa, estacionó el carro, bajó los obsequios que le habían dado en la oficina y unos pedazos de pastel que había traído. Guardó todo dentro de la casa. Se dirigió al cuarto, se quitó los zapatos y se saltó la ducha. Esta vez no hacía falta. Miró en el ropero sus uniformes y, en el lado de su esposa, sus vestidos y ropa toda planchada e intacta. Tal y como había permanecido por los últimos diez años. Su esposa había muerto en un accidente de auto.  Él nunca lo había superado.  Nunca volvió abrir la casa a nadie externo. Nunca sacó la ropa del cuarto ni ningún otro artículo de ella, aun cuando su familia, su hija y sus amistades del trabajo se lo recomendaban. En su realidad, en sus ojos, aún la seguía viendo. Todas las noches le pedía disculpas y le decía que la amaba. La vida no le había dado la oportunidad para confesar su error mientras ella estaba viva. Ahora todos los días respiraba el aire pesado de la mentira encerrada. Había engañado a su esposa y nunca se había enfrentado a ello. Ahora ya no existía manera. Y no era tanto el amor lo que le impedía cambiar toda su vida y comenzar de nuevo, sino que era la angustia, la culpa propia de saber que lo había hecho mal y nunca podría rectificarse. Su hija había seguido su carrera universitaria y vivía fuera del país. No dejaba de preocuparse por él. Pero nadie puede ayudar a quien no se deja ayudar. Él se acostó en su cama y apagó el despertador, mañana no había que levantarse temprano.  No pidió disculpas ni se lamentó. Desde ese momento era otra persona.
Una hora más tarde tocaron a la puerta. No tenía idea de quién podría ser. Se levantó, se colocó una camisa y fue a abrir. Dos agentes estaban afuera con una cara que no inspiraba nada de buenas noticias. 
—Jefe Corra, lo siento por llegar a esta hora. ¿Cómo está su hija?... Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que habló con ella –preguntó casi por lo bajo uno de los guardias.
—Hace ya como tres días –contestó Eulalio –que me llamó para decirme que venía en Navidades. ¿Pasó algo?
—¿Alguna otra cosa? – interrumpió el otro agente.
—¡No sé! –gritó furioso. –Me dijo que estaba contenta porque se había anotado en una clase que siempre había esperado. Pero no me dijo más porque se tenía que ir. Estaba a punto de entrar a tomarla por primera vez. ¿¡POR QUÉ!?
El agente respiró hondo. Sabía que, el ahora exjefe, tenía ya su propia lucha interna con la muerte no superada de su esposa. 
—Señor Corrada, su hija ha desaparecido —dijo el agente. —Sus compañeras de cuarto han reportado el incidente. Lo último que se sabe de ella es que salió el viernes pasado de un taller de escritura de la universidad en el que se había matriculado. Creemos que la han secuestrado, pero nadie se ha comunicado.
Eulalio miró al cielo como anticipando el fatídico desenlace de aquella noticia que llegaría quince años después. Una vez más… de vuelta al encierro.  Así era como las novedades se convertían en rutinas.
© Todos los derechos reservados. Queda prohibido copiar, reproducir, volver a publicar, descargar, enviar, transmitir o distribuir este texto en cualquier forma sin la autorización previa de su autor. Para contactar al escritor, puede comunicarse con Sylvia M. Casillas Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del Turabo, Gurabo, Puerto Rico.

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