La secretaria del departamento de
asuntos internos entró por la puerta con una mirada sospechosa. Se podía
entender que algo se traía entre manos. Pasó por el lado de su propio
escritorio y con sus caderas tiró al piso una fotografía familiar, todo por la prisa
de llegar al lugar indicado a tiempo y sin llamar más la atención. Al fin, a
las 3:49 de la tarde de aquel lunes, la mujer se colocó frente al escritorio
más grande de la sala y mientras sacaba sus manos de su espalda sosteniendo el
objeto que había traído con cautela, gritó al unísono con otros compañeros.
—¡SORPRESA! —gritó el grupo de personas
allí presente que estalló en aplausos y carcajadas.
Después de servir por 30 años como
director del departamento, Eulalio Corrada, el jefe de asuntos internos se
retiraba. El “Jefe Corra” como le decían amistosamente sus agentes de
oficio, había logrado grandes gestas en su carrera. Pero en aquel sexto piso de
la comandancia, en la provincia de Cartamonia de Los Salvadores, se respiraba
un aire de alegría mezclado con tristeza. Se retiraba una persona que había
dejado un legado en ese departamento. Las mujeres lloraban mientras cortaban el
pastel y lo repartían. Los hombres se abrazaban a su recién retirado jefe como
agradeciéndole todo lo que habían logrado gracias a él. Pero era como si todos
realmente supieran que sería más duro aún para Corrada la despedida porque
tenía entonces que decirle adiós a su realidad de vida. El piso entero sabía de
su vida personal y todos habían intentado ayudarle pero no conseguían que diera
un paso adelante completamente.
Para Eulalio todo había comenzado hacía
catorce años. Salía de su trabajo como de costumbre y la vio caminando frente
al restaurante donde siempre solía tomar su café vespertino. Estacionó su carro
y entró. Se sentó y esperó por casi diez minutos que le atendieran. Para su
sorpresa la mesera que lo atendió era la misma joven que había visto afuera y
que hoy estrenaba nuevo trabajo. La conversación surgió y en menos de una
semana ya habían comenzado con una relación secreta en la que ambos satisfacían
sus deseos y anhelos. Ella tenía un corazón roto y una carrera soñada. Él tenía
un mundo lleno de tristezas y el deseo de sentirse importante para alguien
nuevo. Luego de cada acto, tomaban juntos un baño, se vestían con la misma ropa
con la que se habían encontrado y se despedían para subirse cada uno en su
debido auto. Días, semanas, meses, años. Así es que las novedades se convierten
en rutinas.
Eulalio llegaba a su casa entrada la
noche convencido de que había salido tarde del trabajo. La primera regla para
decir y establecer una mentira es que hasta uno mismo se la crea. En eso
Eulalio ya iba adelante. Colocaba su maletín en el piso. Volvía a darse un baño
como si regresara de trabajar, se acostaba en la cama, miraba hacia el lado y
decía:
—Buenas noches amor. Sabes que te amo.
Mañana no sucederá. –daba media vuelta y se dormía.
Una de esas mañanas, antes de llegar a
su trabajo, recibió una llamada de su amante. El esposo de esta había
descubierto que ella tenía a alguien y sin pensarlo dos veces había abandonado
el hogar. Los varones tienen ese germen en las venas, el de esperar que su
pareja haga algo mal para tener la excusa perfecta de largarse quedando como
las víctimas. Ella quedó como la adúltera. Él se marchó para siempre. Sin dejar
rastros, ni hijos, ni cuentas. Sola quedó ella con el recuerdo de sus últimas
palabras:
—Tú no… Él me las va a pagar por haberme quitado lo único que amaba
—se marchó diciendo.
Cuando Eulalio escuchó esa noticia por
el teléfono ni se inmutó. No le daba miedo. Estaba seguro y tranquilo porque un
hombre con su posición podría arreglar todo el asunto con una sola orden si el
individuo procuraba “molestar”. De manera que continuó hacia su trabajo y
pasó el día como cualquier otro.
Con el pasar de los años ya todos en el
sexto piso sabían de su realidad. Y más que enojo, lo que les causaba era pena.
Todos sabían la historia del “Jefe Corra”. Le decían que buscara ayuda, que lo
que estaba viviendo no era normal y que era dañino para él. Pero nadie sabe la
cantidad de secretos que puede guardar un corazón, sobre todo, cuando alguien
se ha refugiado en una mentira para creer que es feliz.
En su fiesta de despedida, el pastel de
cumpleaños era de chocolate, su favorito. Tomó un pedazo, levantó su copa y
dijo algunas palabras de despedida mientras todos, mujeres y hombres, reían con
algunas lágrimas. Terminó de abrazar a los que quedaban allí, ponchó por
última vez su tarjeta de trabajo y se dirigió al coche. Poco le importó el
tumulto de guardias y el corre y corre que notó mientras salía del
estacionamiento. De seguro algún criminal estaba a punto de ser detenido.
Manejó hasta el restaurante. Y más tarde esperó por su amante para hacer lo de
siempre.
—Hazme olvidar. Arráncame la farsa del
corazón –le pedía mientras la miraba con sus ojos café cansados y llenos de
historias.
Ella lo acarició y besó como nunca
antes. Con cada suspiro en su oído le hacía desprender una pieza más de
su vida real, de su cotidianidad… de su pasado. Hicieron el amor como nunca lo
habían hecho, con amor. Él era un hombre nuevo, renovado. Estaba decidido a
llegar a su casa y enfrentar la realidad de su esposa, aunque eso le costase
mucho, hasta la empatía de su hija universitaria. Necesitaba seguir su corazón.
Llegó a su casa, estacionó el carro,
bajó los obsequios que le habían dado en la oficina y unos pedazos de pastel
que había traído. Guardó todo dentro de la casa. Se dirigió al cuarto, se quitó
los zapatos y se saltó la ducha. Esta vez no hacía falta. Miró en el ropero sus
uniformes y, en el lado de su esposa, sus vestidos y ropa toda planchada e
intacta. Tal y como había permanecido por los últimos diez años. Su esposa
había muerto en un accidente de auto. Él nunca lo había superado.
Nunca volvió abrir la casa a nadie externo. Nunca sacó la ropa del cuarto ni
ningún otro artículo de ella, aun cuando su familia, su hija y sus amistades
del trabajo se lo recomendaban. En su realidad, en sus ojos, aún la seguía
viendo. Todas las noches le pedía disculpas y le decía que la amaba. La vida no
le había dado la oportunidad para confesar su error mientras ella estaba viva.
Ahora todos los días respiraba el aire pesado de la mentira encerrada. Había
engañado a su esposa y nunca se había enfrentado a ello. Ahora ya no existía
manera. Y no era tanto el amor lo que le impedía cambiar toda su vida y
comenzar de nuevo, sino que era la angustia, la culpa propia de saber que lo
había hecho mal y nunca podría rectificarse. Su hija había seguido su carrera
universitaria y vivía fuera del país. No dejaba de preocuparse por él. Pero
nadie puede ayudar a quien no se deja ayudar. Él se acostó en su cama y apagó
el despertador, mañana no había que levantarse temprano. No pidió
disculpas ni se lamentó. Desde ese momento era otra persona.
Una hora más tarde tocaron a la puerta.
No tenía idea de quién podría ser. Se levantó, se colocó una camisa y fue a
abrir. Dos agentes estaban afuera con una cara que no inspiraba nada de buenas
noticias.
—Jefe Corra, lo siento por llegar a
esta hora. ¿Cómo está su hija?... Puedo preguntarle cuándo fue la última vez
que habló con ella –preguntó casi por lo bajo uno de los guardias.
—Hace ya como tres días –contestó
Eulalio –que me llamó para decirme que venía en Navidades. ¿Pasó algo?
—¿Alguna otra cosa? – interrumpió el
otro agente.
—¡No sé! –gritó furioso. –Me dijo que
estaba contenta porque se había anotado en una clase que siempre había
esperado. Pero no me dijo más porque se tenía que ir. Estaba a punto de entrar
a tomarla por primera vez. ¿¡POR QUÉ!?
El agente respiró hondo. Sabía que, el
ahora exjefe, tenía ya su propia lucha interna con la muerte no superada de su
esposa.
—Señor Corrada, su hija ha desaparecido
—dijo el agente. —Sus compañeras de cuarto han reportado el incidente. Lo
último que se sabe de ella es que salió el viernes pasado de un taller de
escritura de la universidad en el que se había matriculado. Creemos que la han
secuestrado, pero nadie se ha comunicado.
Eulalio miró al cielo como anticipando
el fatídico desenlace de aquella noticia que llegaría quince años después. Una
vez más… de vuelta al encierro. Así era como las novedades se convertían
en rutinas.
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scasillas2@suagm.edu, Universidad del Turabo, Gurabo, Puerto Rico.
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