Despierto arropado en el frío blanco de las paredes
por donde se cuela el murmullo de voces provenientes del exterior que alimenta
mi deseo de libertad. Una libertad que no recuerdo haber poseído. ¿Cuánto llevo
aquí? Olvidé la frenética cuenta de mi estadía hace algún tiempo. La Jirafa, mi
vecina, era la única que aún seguía la cuenta. Se ganó este apodo gracias a sus
largas extremidades, la necedad de su silencio y la necesidad de llamarla de
algún modo. Su vocabulario solo se limita a risitas o gruñidos ocasionales
que aprendí a distinguir con precisión.
Escucho el movimiento común en el pasillo que indica la hora de comida, mi
única oportunidad de escapar, pero a diario el hambre le gana a mis anhelos de
libertad. Con un letárgico paso todos se dirigen hacia el comedor. Me detengo
por unos segundos ante la puerta, volviendo a contemplar la idea de huir.
¿Por qué no? Si todas las personas aquí encerradas están lo suficiente
enfermas como para reparar en esa idea. ¿Quién sospecharía de mí, otro loco
más? Nadie. Lo único que me detiene en ese momento es el hambre y la
incapacidad abandonar a mi compañera. Cuando abro la puerta, me encuentro con
la triste mirada de La Jirafa, quien con ansias espera que la acompañe.
Le hablo sobre mis planes; con una sonrisa me da a
entender que comprende. Al guardar los cubiertos entre su ropa, me dice que
desea acompañarme. Con un lento movimiento agarro el pequeño vaso plástico con
agua, lo levantó invitando a un brindis; ella me imita:
—¡Por nuestra libertad! —grito por ambos.
Una pareja de enfermeros se nos acercan con una
sonrisa. Se acercaba el momento de volver a mi encierro, por ello su sonrisa
tan amplia. Mientras cada paciente esté en su habitación, menos trabajo.
El primer hombre obliga a mi amiga a ponerse en pie
desconociendo que esta se encuentra lista para atacar. Armada por un tenedor
arremete contra el hombre que la triplica en peso. Repetidas veces veo cómo La
Jirafa clava el tenedor en el cuello del hombre que, a pesar de su tamaño,
queda indefenso ante la vesania de una paciente. Varios enfermeros se abalanzan
sobre mi amiga con el fin de defender a su compañero. Yo me limito a observar
como la demencia se apodera del comedor.
Corre, es la oportunidad perfecta, me dice
alguna voz proveniente de mi mente.
Es la última idea clara antes de besar el suelo ante
el descomunal peso de alguno de los enfermeros que arremete contra mí sin razón
alguna. ¿Qué le pasa a este hombre?
—¡Suelte el tenedor! —grita el hombre.
Hasta ese momento no había sentido el frío objeto de
metal en mi mano. Con el mismo me defiendo y logro liberarme, pero antes de
llegar a la puerta, un grupo de enfermeros me pega a la pared. Siento una breve
punzada en el cuello antes de que el mundo decida apagar sus luces y caiga en
el frío suelo de aquella habitación que me encierra.
* * * *
Desperté en la misma blanca habitación, con el mismo
deseo de libertad... obsesivo.
¿Cuánto tiempo llevo encerrado aquí? No lo sé. Hace mucho dejé en el
olvido la frenética cuenta de mi estadía.
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autora. Para contactar a la escritora, puede comunicarse con Sylvia M. Casillas
Olivieri, Centro de Lectura y Redacción, scasillas2@suagm.edu, Universidad del
Turabo, Gurabo, Puerto Rico.
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